La verdad periodística: ética y leyes.

(Presentación de Abraham Santibáñez ante alumnos de la Universidad del Mar)

I.- Introducción. Por qué estamos donde estamos.

Desde 1990, hasta estos días, en que finalmente parece que se concreta su término, hemos vivido en Chile una larga transición a la democracia. Aparte de su connotación política, lo que me interesa subrayar es que el periodismo también ha vivido, en estos años, un paralelo proceso de transición. En este tránsito, que debería llevarnos a nuevas formas del ejercicio profesional responsable, tengo la impresión –y, sobre todo, la esperanza- de que estamos también cerrando un ciclo.

Hasta 1990, y lo puedo decir con conocimiento de causa, como fundador, subdirector y director de la revista Hoy, los periodistas chilenos tuvimos una sola gran preocupación, que nos unió más allá de la polarización que habíamos vivido y sufrido antes de 1973: recuperar los indispensables espacios de libertad para el ejercicio profesional y cumplir cabalmente el mandato ético de servir a la sociedad y mantenerla “leal, veraz y oportunamente informada”.

Este esfuerzo, heroico en muchos casos, no nos permitió ver claramente una realidad que cruzaba las salas de redacción y los estudios de radio y televisión del mundo entero: el amanecer de una nueva era tecnológica, cuya manifestación más clara es el computador, herramienta esencial de lo que vino en plenitud en la década de los 90, la convergencia tecnológica, cuyo buque insignia es Internet.

Ocupados como estábamos en nuestra superviviencia profesional y, en algunos casos, personal, a la gran mayoría de los periodistas nos costó percibir el significado revolucionario de estos cambios. Por eso, a partir de 1990, tuvimos que ponernos doblemente al día, tanto en el renovado ejercicio del periodismo en libertad como en el uso de las nuevas herramientas tecnológicas.

Pronto descubriríamos que los cambios eran muy profundos y de gran impacto: además de Internet, nuestros públicos habían pasado de la televisión en blanco y negro al color y a las transmisiones vía satélite, y nuestros lectores habían descubierto que los periódicos artesanales no eran compatibles con las nuevas condiciones de la economía de mercado.

También supimos, los más viejos, que las nuevas generaciones de periodistas y comunicadores, formados profesionalmente en medio de fuertes limitaciones, habían descubierto otras maneras de fascinar a lectores, auditores y tele-espectadores en reemplazo de las más tradicionales. Surgió, por ejemplo, la tentación de las cámaras y micrófonos indiscretos. Los límites entre la opinión y la información, que tenían un carácter sacrosanto para muchos de nosotros, empezaron a diluirse ante las posibilidades que abrían los nuevos equipos y, sobre todo, ante el cambio de los intereses y exigencias de los públicos, más ávidos de emociones que razones, más interesados en la entretención que en la reflexión.

Creo que estamos cerrando el ciclo, pero es evidente que los primeros años del retorno a la democracia, los periodistas y los medios no fuimos capaces de profundizar en los grandes temas o, siquiera, de darnos por enterados de los significativos cambios que había experimentado nuestra sociedad.

Nos quedamos, o dejamos que los profesionales más jóvenes lo hicieran, en cierta audacia superficial, que alguna vez califiqué como rabietas de niño chico que –en mi tiempo, al menos- desafiaban a los mayores con una palabrota fuera de lugar.

Al principio fue el creciente destape epidérmico. Después llegó el turno al lenguaje desenfadado. Fue –perdónenme que personalice-la consagración de personajes como el Kike Morandé, uno de los íconos iniciales de la temporada de farándula que ha durado todos estos años.

Al mismo tiempo, sin embargo, el periodismo chileno sufría todavía el trauma del “perro apaleado” y, pese a algunas demostraciones circunstanciales, no entraba en los temas de fondo. En la década de los 90 prácticamente no hubo denuncias de corrupción, algo que ya asomaba en nuestro horizonte noticioso. Tampoco hubo espacio, en la mayoría de los medios, para discusiones abiertas sobre temas valóricos como el divorcio o los escándalos de connotación sexual. Así lo anotó, en su momento, ácidamente, el periodista norteamericano Ken Dermota, que viajó a Chile invitado por nuestra Facultad de Comunicación de la Universidad Diego Portales. Escribió:

... tuve la oportunidad de entrar en contacto con periodistas de todos los niveles del colofón y de todas las latitudes de la angosta geografía del país. Su queja era unánime: el periodismo en Chile ya no es lo que era antes. Es fácil que un extranjero se sorprenda por este alegato al ver que en los quiscos es posible encontrar variados diarios bien impresos, el dial está lleno de estaciones radiales y los medios audiovisuales han atraído una importante inversión extranjera. De cualquier modo, una lectura más atenta nos permite constatar que el nivel del periodismo en Chile está debajo del nivel de sus vecinos, muchos de los cuales son verdaderamente subdesarrollados. El periodismo en Chile no está cumpliendo su responsabilidad social como institución democrática. Pero no siempre fue así” (1)

Pero algo pasó en el período siguiente a esta investigación.

Junto con final del siglo y del milenio, finalmente nuestro periodismo asumió que su papel no era el de un simple bufón de la corte. Se inauguró, con tropiezos y falencias, la era de la denuncia, del uso de la cámara escondida más allá de las bromas pesadas. El periodismo investigativo, tan escaso y tan heroico en los años de dictadura, se abrió paso en las reuniones de pauta. Empezamos a presenciar el enfrentamiento directo de los corruptos y de los culpables de conductas desviadas.

Como era inevitable, el péndulo dio un salto feroz y se fue al otro extremo: ha habido excesos, acusaciones injustas, no respaldadas debidamente ni siquiera investigadas a fondo.

La truculencia reemplazó la profundidad y el público reaccionó como la víctima que se siente hipnotizada por una serpiente venenosa: fascinado y horrorizado a la vez.

Hoy –creo firmemente- estamos llegando al centro en un vaivén que no va a terminar nunca ni puede terminar, pero que terminará por encontrar su justo equilibrio.

II. Dónde estamos: ¿choque entre la ley y la ética?

El llamado Caso Spiniak, que ha cruzado titulares, micrófonos y pantallas desde el segundo semestre de 2003 generó –aparte de lo que se refiere a las implicancias del caso mismo- una revisión de procedimientos periodísticos y una discusión sobre ética, leyes y verdad. En este turbulento debate, se han extremado posiciones, dejando a muchos de los participantes encasillados en posturas que no siempre corresponden a lo que realmente piensan o creen. La necesidad de equilibrar la libertad con su ejercicio responsable, por ejemplo, motivó algunas duras ironías, como el comentario del académico Carlos Peña, entonces Decano de la Facultad de Derecho de la U. Diego Portales en una columna de El Mercurio:

-Habrá ... es seguro, deontólogos profesionales, o que aparentan serlo, expertos en ética periodística, que sacarán lecciones apresuradas de este caso y sugerirán un ejercicio del oficio más cauteloso, más recoleto, menos inquisitivo

El reproche expresado por el profesor Carlos Peña, actualmente Vicerrector Académico de la Universidad Diego Portales, no es nuevo, pero refleja una posición discrepante de la que se planteó en la Asociación Nacional de la Prensa a comienzos de los años 90, cuando, terminado el régimen militar, el gobierno del Presidente Patricio Aylwin se esforzaba por cumplir la promesa de generar una legislación positiva en favor de la libertad de prensa.

En ese momento, el asesinato del senador Jaime Guzmán hizo temer que, por el tono del debate y las acusaciones que se hacían a los medios informativos, en el Congreso Nacional se mantuvieran o aumentaran las restricciones en vez de terminar con ellas. El gobierno de Aylwin solo logró que se aprobara una primera reforma de los aspectos más duros de las disposiciones impuestas durante el régimen militar, pero la discusión de la Ley de Prensa quedó pendiente.

En esa coyuntura, Roberto Pulido, presidente de la ANP, propuso crear una instancia de autorregulación, el Consejo de Etica, que más tarde fue asumido por la Federación de Medios, es decir, además de la ANP, por las radios (Archi) y la TV (Anatel).

Casi al mismo tiempo, el Colegio de Periodistas, que durante años había pedido recuperar la tuición ética, procedió a reestructurar sus Tribunales nacional y regionales de Etica y Disciplina.

Lo anterior significa que el periodismo y los periodistas en Chile han optado claramente por el sistema de autorregulación, coincidiendo con lo que es una tendencia mundial. Así lo planteó en su momento, de visita en la Facultad de Comunicación de la U. Diego Portales, el profesor Everette Dennis, del Freedom Forum. Según este académico norteamericano existen tres posibilidades(2):

  • La regulación del mercado
  • La autorregulación
  • La aproximación legal formal.

Dennis se pronunció categóricamente a favor de la autorregulación, sosteniendo que no se limita a los códigos de ética o a los organismos ad-hoc, sino que debe ser “un sistema multifacético”, adecuado “a las circunstancias culturales y políticas de un país y una sociedad determinados”, del cual puedan “surgir medios verdaderamente responsables, que estén siempre mejorando y busquen una relación más interactiva con su público: los consumidores de noticias, las fuentes noticiosas y la sociedad en su conjunto”.

El que los periodistas y los medios chilenos tengan un sistema doble de autorregulación, poco conocido en general y al cual se recurre menor medida de lo que quisieran sus creadores y responsables, es demostración de la complejidad del tema.

En la larga discusión acerca de la cobertura noticiosa del Caso Spiniak, han intervenido más frecuentemente los tribunales de Justicia y un organismo de regulación externa como es el Consejo Nacional de Televisión que las instancias respectivas del Colegio de Periodistas o de la Federación de Medios. Y, por lo menos en un caso, el del uso de una cámara oculta para develar la doble vida del juez Calvo, los fallos fueron discordantes: el Tribunal del Colegio consideró que no había falta ética en la actuación de Chilevisión mientras que el Consejo de los Medios resolvió amonestar al Canal.

Habría mucho más que decir, pero creo que aquí tenemos una primera aproximación al tema.

Para concluir, me gustaría hablar de lo que considero son las lecciones que nos deja este debate.

III.- ¿Hacia dónde vamos?

Me atrevería a asegurar, en primer lugar, que en los últimos meses se ha descubierto el valor de la prudencia y de la responsabilidad en el trabajo periodístico. No siento que el precio sea el silencio cómplice. Tampoco la renuncia a la investigación tan objetiva como sea posible, sin banderías políticas o ideológicas.

Tras quince años de transición, espero, hemos aprendido el valor del trabajo profesional bien hecho, la importancia de la ética en ese trabajo y nos queda, porque es la única manera de cerrar este capítulo, un mayor compromiso del público con la labor periodística: mayor discernimiento, mayores exigencias, más calidad, en suma.

Lo anterior no significa, sin embargo, que volveremos a lo que muchos consideran una edad dorada, en la que los diarios eran verdaderas cátedras del buen decir; la radio, del buen hablar, y la televisión del buen gusto, la buena actuación y los buenos modales. La revolución de las comunicaciones nos ha trasladado a una nueva era, que algunos llaman la sociedad de la Información y otros del conocimiento, pero que es diferente de todo lo que habíamos conocido.

Este mundo nuestro es un mundo globalizado, comunicado permanentemente “en tiempo real”, donde cada vez más las personas pueden no sólo recibir información sino entregarla, poniéndola en la red al alcance no solo de sus vecinos, sino literalmente del mundo entero. Cambian, por tanto, las costumbres. Pero es mucho más que eso. En realidad, como dice la canción, “cambia, todo cambia”.

Las tecnologías en uso nos permiten intercambiar mensajes a toda velocidad... pero no nos garantizan nada acerca de los contenidos ni de la buena o mala fe de quien los emite. Es posible “hackear” sitios y hacerlos aparecer entregando información que no corresponde a lo que allí se colocó inicialmente. Hay programas computacionales que nos permiten alterar imágenes y voces sin dejar huellas. Se puede distribuir información sin que se sepa quien las envía ni desde dónde.

Todo esto implica, a mi juicio, que el periodismo, que parecía una actividad en peligro de extinción hasta hace muy poco, se reivindica en la medida en que es capaz de ser confiable, creíble, sobre todo. En un mundo marcado por la incertidumbre, la seriedad del trabajo periodístico bien hecho parece más necesaria que nunca: búsqueda responsable de la verdad informativa; uso de fuentes confiables, claramente identificadas; interpretaciones y opiniones con respaldos sólidos; respeto por la dignidad de las personas. A fin de cuentas, eso es lo que realmente se valora.

Pero., ojo, el contexto no es el mismo de la época gloriosa –para nosotros- de periodistas legendarios como Lenka Franulic, Luis Hernández Parker, Mario Planet, Ramón Cortez y tantos otros que iluminaron nuestros años en la Universidad de Chile o de quienes les precedieron e incluso de los que le siguieron, hasta la década de 1970. Hay cambios que se van a mantener y que debemos tener en cuenta:

Enumero algunos:

Empiezo por algo que me ha tenido ocupado en el último tiempo y que me parece indispensable destacar aquí. Asistimos al nacimiento de una nueva era de los diarios regionales. En realidad, debería decir, de los medios regionales en el escenario global.

Han surgido públicos cada vez más capacitados para interactuar con los medios, con los equipamientos necesarios para ello que se han hecho más fáciles de manejar y, sobre todo, de adquirir.

La formación de este público que puede discernir y que debería hacerlo como un ejercicio permanente, es una responsabilidad de la sociedad en su conjunto, de los programas educacionales sobre todo, pero en primer lugar de los propios medios.

Asistimos, como ya dije, a una revisión de las fronteras entre los géneros periodísticos. La separación tradicional obliga a una buena disciplina y creo que, en la formación de periodistas, no debemos abandonarla, pero es evidente que la realidad que se impone va en otro sentido. Esto obliga a ser más cuidadosos que nunca en el ejercicio ético de la responsabilidad no sólo en cuanto a la información, sino muy especialmente en lo que se refiere a la interpretación y la opinión. Lo que se pide hoy son comentarios con fundamento, no simples expresiones de juicios basados en la ideología o creencia de quien las emite.

Finalmente, quiero cerrar esta intervención insistiendo en la importancia del debate, ya iniciado, acerca de si la ética debe auto-regularse o si el solo imperio de la ley es suficiente para garantizar el ejercicio responsable de la libertad de expresión.

Igual que las observaciones anteriores, es algo que nos interesa a los profesionales de la información. Pero, también debe interesar muy profunda e intensamente a toda nuestra sociedad.

Son los lectores, auditores, tele-espectadores o usuarios de los medios los beneficiados –o perjudicados- por las faltas a la ética o los excesos de legislación.

Como escribió Juan Luis Cebrián, primer director de El País(3), “el periodista no es un profesor ni un sacerdote, es solo un contador de historias, un moderno juglar, como Mark Twain decía, y hasta un bufón si es preciso. Trabaja por eso para las gentes de palacio, pero está fuera de él, por lo que no debe aspirar a títulos ni honores, entre otras cosas porque lo que busca son las verdaderas residencias del poder....

“Hablar es un privilegio de todo ciudadano libre, no de una casta social o profesional constituida por periodistas, ostentadores de un carnet o de un diploma. La libertad de expresión no es nuestra, sino de nuestros lectores. Bastante es que sepamos administrarla con prudencia, sin zafiedad, sin miedo

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