La TV: otra damnificada

Los temporales de esta semana nos mostraron, como pocas veces, las virtudes y defectos de nuestra televisión.

Aunque ya las conocemos, conviene empezar por las virtudes. Ninguna pluma, por prodigiosa que sea, puede superar la fuerza de las imágenes: las casas anegadas, las calles atochadas de vehículos que no pueden avanzar, el esfuerzo heroico de carabineros, bomberos y obreros municipales. En tiempos en que la descripción casi ha desaparecido de nuestro medios impresos, la televisión es capaz de todo: sobrecogernos, hacernos sentir la humedad que cala los huesos, sufrir con los desamparados y forzar la mejor de nuestras virtudes, la solidaridad. ¿Cómo permanecer indiferentes ante esa pobreza que de repente perdió toda dignidad, arrastrada por el torrente?

Pero también estas imágenes “en vivo y en directo” pueden producir efectos no deseados. Igual que las armas, las cámaras las carga el diablo.

Para quienes somos formadores de periodistas, los balbuceos, las repeticiones, la falta de vocabulario y la mala pronunciación de algunos jóvenes (o no tanto) que se asoman en nuestras pantallas caseras son una tortura insoportable ¿Qué pasó, se pregunta uno, con todo el tiempo dedicado a ejercicios de redacción, para mejorarles el lenguaje, desarrollar su capacidad de hilvanar ideas y presentarlas con soltura y claridad? La sospecha de siempre es que el abuso de la palabra mal sonante en la cotidianeidad haya resultado más fuerte. Como no se pueden decir “garabatos” en televisión, no por lo menos en un reportaje, nuestros jóvenes reporteros naufragan con frecuencia en la pobreza idiomática...

Y hay más.

Tal vez la función más importante del periodismo es la de “editar” lo que recibe el público. Ojo: editar, no censurar. Editar, en el sentido de limpiar, aclarar, hacer más entendible el mensaje y presentar los hechos de manera jerarquizada, porque no es lo mismo un automóvil en “panne” por culpa del agua que la amenaza de un aluvión en los faldeos cordilleranos. Pero, claro, en la televisión, la fascinación de transmitir con los equipos móviles, haciendo alarde de capacidad tecnológica, hace que muchas veces se opte por pasar por alto cualquier filtro.

Sin ellos, el medio termina por convertirse en mero repetidor: de declaraciones, de denuncias, promesas o imágenes espectaculares pero carentes de contenido.

El periodismo responsable es mucho más que eso. Sin embargo, a juzgar por la televisión que hemos tenido mayoritariamente esta semana, parece primar el criterio de que más es mejor, no importa lo que se diga o signifique lo que se muestra.

Aquí hay claramente una reflexión que falta. Cuando a un periodista se le escapa el control de la situación, o una nota se convierte en motivo para una manifestación, salta el recuerdo de los días de 1968, cuando la Convención Demócrata en Chicago, Estados Unidos, nos mostró que una cámara y los focos de la televisión pueden ser más inflamables que un cóctel molotov. El reportero deja de ser testigo y se convierte en actor e incluso motor de los acontecimientos. Es posible que ello no sea malo, tal vez deseable. Pero no puede ser un acto involuntario o un fruto espontáneo. Todo indica que eso es lo que ocurrió ahora, en Chile.

En la noche del miércoles 14, tras un día agobiador para los santiaguinos, los canales de televisión no fueron capaces de presentar buenos análisis de lo ocurrido. Peor aún: muchos tuvimos la sensación de estar viendo una película conocida debido a que la mayoría de sus imágenes ya eran historia, exhibidas profusamente a lo largo del día.

Y, por supuesto, queda la gran interrogante: ¿cuánto de esto era realmente importante para los públicos de regiones? ¿No tuvieron ya su cuota de agua y frío? Los diarios -incluso los llamados “diarios nacionales”- se saben responsables de un “nicho” bastante preciso de lectores, que empieza normalmente por la ciudad en la que se editan. Los canales de televisión, en cambio, parecen dominados por un centralismo pasado de moda.

15 de junio de 2000