El siniestro hobby de don Santiago.

Es una especie de festival del crimen. El sueño de un reportero policial: asesinos que usan todo tipo de instrumentos y que tratan de desaparecer las pruebas mediante el fuego, el agua o distribuyendo restos humanos como quien reparte correspondencia.

No sólo asesinos. También hay hábiles estafadores, simuladores, un burdo pretendiente que quiere hacerse pasar por un hijo desaparecido en el mar, un caso de secuestro avalado por el Vaticano y un hábil pintor y calígrafo que estuvo a punto de convencer al mundo que tenía los auténticos diario de vida de Adolf Hitler.

Todo esto ¿dónde?

En "Crímenes y casos célebres", libro de 202 páginas de Santiago Benadava, un tranquilo abogado, profesor de Derecho y diplomático de carrera, cuyo hobby es recoger historias policiales.

Varias de ellas las publicó en "El Mercurio" de Santiago, incluyendo la clásica historia del crimen de Exequiel Tapia, portero de la Legación Alemana en Santiago, asesinado por el funcionario alemán Guillermo Beckert. La historia ha sido analizada desde distintos ángulos, ya que el criminal preparó un complicado montaje para inculpar a la propia víctima. Benadava ya trató el caso en detalle en un libro anterior: "El crimen de la Legación Alemana". Ahora agrega un episodio adicional: la muerte accidental de un excursionista alemán en Caleu, sirvió para que Beckert tratara de aprovecharla en abono de sus planes.

Con pasión de coleccionista, Benadava se pasea por el mundo, incluyendo Europa y Estados Unidos, y habla de crímenes de la realeza, de millonarios tradicionales, de nuevos ricos y de pobres de solemnidad, como eran los protagonistas del caso de las "cajitas de agua" de nuestro país. Todo eso ha sido increíblemente apretado para hacerlo caber en un libro de fácil lectura pero denso contenido.

Es lo que ilustra el doloroso caso de Edgardo Mortara, hijo de una familia judía de Bolonia, bautizado de buena fe por una criada católica cuando estaba gravemente enfermo. En junio de 1858, por orden del Inquisidor de Bolonia, la policía de los Estados Papales se incautó del niño, separándolo de su familia: un católico no podía seguir viviendo con judíos. Todo fue inútil. Los ruegos de los parientes fueron inútiles. El padre, víctima de la desesperación, sufrió su propio calvario, hasta su muerte. El protagonista, como llevado por un destino inexorable, no sólo siguió fiel a la fe católica. Bajo el especial cuidado dispuesto por el Papa Pío IX, recibió la orden sacerdotal. Terminó su existencia en un apacible convento belga, en 1940, en vísperas de la invasión nazi. El caso ha salido nuevamente a la luz en este tiempo, pero sobre todo da fe de los dolores y pesares que provocó el poder temporal de la Iglesia Católica.

Tampoco la familia real británica sale bien parada en este recuento. Parece que su sino es ser motivo de escándalo de tiempo en tiempo. El caso, aquí, corresponde al príncipe de Gales, futuro rey Eduardo VII, que conmovió a la sociedad victoriana en 1890 por una historia que lo tocó de cerca, que confirmó su fama de "jugador y mujeriego".

Todo lo cual confirma que no hay nada nuevo bajo el sol: ni en Chile ni en Europa.

Publicado en los diarios El Sur de Concepción, La Prensa Austral de Punta Arenas y El Rancagüino de Rancagua,
el sábado 23 de agosto de 2003

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