Marginados de la modernidad.

...Vivían detrás del vaciadero de la ciudad, en lo que en otro tiempo fue una choza de negros. Las paredes de tablas de madera estaban parchadas con planchas de hierro ondulado; el tejado, cubierto de tarros aplanados a martillazos, de modo que únicamente su forma indicaba su destino original... Las ventanas eran meros espacios abiertos en las paredes y en el verano las cubrían con pedazos sucios de lona con el fin de cerrar el paso a las alimañas que se nutrían con los desechos de la ciudad”. La descripción podría corresponder perfectamente a los improvisados albergues de un grupo de areneros santiaguinos, “descubiertos” por la televisión tras protagonizar una violenta protesta en la Costanera Norte. Sin más sustento que la arena que sacan del Mapocho, viven con sus familias en condiciones de miseria que ofrecen un brutal contraste con la moderna autopista que los terminó de marginar, Ahora ya no tienen acceso a sus eventuales clientes. Tampoco tienen otra posibilidad de ganarse la vida.

Pero la cita no es de un diario chileno, sino de la novela Matar un Ruiseñor, de Harper Lee, historia que transcurre en 1935 en el sur de Estados Unidos. La muerte de Gregory Peck, protagonista de la versión cinematográfica, puso de actualidad el tema. En el cable, la cinta reaparece una y otra vez.

Estados Unidos era, hace 70 años, una sociedad cuyos sueños estaban lejos de cumplirse. “La tierra de los libres” no tenía esclavos, pero los negros, en el sur, sufrían una brutal segregación. Ni siquiera los blancos podían gozar de la modernidad que empezaba a imponerse: aunque los artefactos domésticos no eran caros (una máquina de coser eléctrica costaba 24 dólares y una cocina a gas 20 dólares), los ingresos eran bajos. En el norte desarrollado, un obrero difícilmente llegaba a ganar cien dólares al mes (el 2002 el promedio era sobre dos mil dólares) y un médico recibía apenas 250 dólares cada cuatro semanas (7.200 dólares, en la actualidad).

La Gran Depresión, que siguió al desplome de la Bolsa de Nueva York (el “Jueves Negro”, de octubre de 1929), generó cesantía y miseria. El Presidente Franklin D. Roosevelt enfrentó la crisis con diversas medidas y, en especial el New Deal (Nuevo Trato), creeando empleos mediante gigantescos programas de obras públicas, pero solo la Segunda Guerra Mundial generó el impulso económico decisivo. Hasta el día de hoy, sin embargo, a la sombra de la misma bandera de “las barras y las estrellas”, viven Bill Gates, el hombre con más millones en el mundo y los vagabundos que se acurrucan en rincones de Manhattan, protegidos con cajas de cartón para pasar la noche.

En Chile no hay un abismo tan grande. Pero, como hicieron notar a fines de abril pasado los obispos, las diferencias sociales llegan a “niveles escandalosos”. Por esos mismos días, un estudio del diario La Tercera mostró que un director de empresas, por su participación en once sociedades, recibió el año pasado 598 millones de pesos (un millón de dólares) antes de impuestos. Como se sabe, el salario mínimo en Chile es desde el año pasado de 120 mil pesos (200 dólares) mensuales. Y hay personas, como los areneros de Quilicura y los blancos pobres de la novela de Harper Lee, que viven con mucho menos.

El tema saltó al tapete en el debate en Hualpén entre las dos pre-candidatas de la Concertación. Ahora empieza a ser tema recurrente. Pero solo un gran esfuerzo nacional nos permitiría convertirlo en el centro de nuestras preocupaciones. Creer, de verdad, como decía Juan Pablo II, que los pobres, que malviven en ranchos con techos de tarros aplanados a martillazos y ventanas sin vidrios, “no pueden esperar”. Y, aunque parezca una paradoja, así es imposible mirar hacia el futuro.

Publicado en el diario El Sur de Concepción el 14de mayo y La Prensa Austral de Punta Arenas el 16 de mayo

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