Entre el Sinaí y el Congreso

Con todo respeto, en función de lo ocurrido con la Ley de Prensa, me parece prudente preguntarse qué habría pasado si Moisés, en vez de acudir directamente a Yahvé, hubiera esperado que el Congreso aprobara los diez mandamientos.

Lo más seguro es que, en vez de un texto conciso y al grano -parecido al que quería el ex Presidente Aylwin y que despertó tantas esperanzas en el gremio- hubiese bajado del Sinaí con varios tomos de recargados de considerandos y otros detalles. Así, en vez de un decálogo que cabe “en dos tablas, escritas por el dedo de Dios”, habría cargado con uno o más kardex llenos de documentos, precisiones, salvedades y otros detalles por el estilo.

Así, en vez de algo tan directo y simple como el mandamiento de “no matarás”, lo más probable es que se hubieran agregado algunas precisiones para corregir la “imprudencia divina” y precaver excesos. Salvedades como decir que sí se puede matar “en caso de guerra, conmoción interior o exterior o cuando así lo disponga el superior interés de la nación”. O que también se puede matar cuando hay un rechazo generalizado a un crimen horrendo, por mucho que uno proclame su fe católica y asegure seguir fielmente los llamados del Papa...

¿Para qué seguir?

Estoy cierto de que Moisés, que era hombre de mucha fe, pero poca paciencia, no habría resistido el largo proceso. No hay corazón que aguante el subir y bajar cerros, menos cuando entremedio se tropieza con becerros de oro (Exodo, 32, 1-6) y otras muestras surtidas de indisciplina.

Lo más probable es que, si hubiera sobrevivido a tanto trámite, al final, en la votación decisiva, el proyecto hubiera quedado “out” debido a un entrecruzamiento de razones que nadie logra comprender. Y así, una de las mayores riquezas de la tradición judeo-cristiana, estaría esperando una nueva comisión mixta o un veto presidencial que pudiera reparar lo irreparable. Al respecto, resulta aleccionador recordar que luego que Moisés, en un acceso de angustia e ira, destruyó las primeras tablas que le dio Dios, no tuvo más remedio que reemprender el camino cerro arriba, pedir perdón a nombre de los suyos y solicitar una nueva copia, la que recibió después de cuarenta días y cuarenta noches.

Una ley mundana, por importante que nos parezca, no es comparable por cierto con las leyes de Dios. Pero el caso sirve para ejemplificar el meollo de este lamentable asunto, paradigma del mal chileno que nos ha llevado a los peores desastres en medio de denodados esfuerzos “por hacerlo mejor”. Aquí, después de un trabajo concienzudo de periodistas, empresarios y académicos, se concordó un texto que, sin duda, era el que mejor reflejaba el deseo de garantizar la libertad de información y opinión en Chile.

Pero, “por hacerlo mejor”, en el Congreso se le agregó una y otra vez carga mal estibada, obligando a interminables revisiones, hasta llegar a un final en que nadie logra entender nada. Menos que nadie, los periodistas, que una vez más han demostrado su incapacidad para informar bien sobre los temas que les afectan directamente.

Como aporte personal a un eventual nuevo proyecto, propongo el siguiente texto: “El Congreso no hará ley alguna que coarte la libertad de palabra o de imprenta”.

Por supuesto que no es mío. Forma parte de la Declaración de Derechos que propuso James Madison y que se incorporó a la Constitución de Estados Unidos el 15 de diciembre de 1791, hace bastante más de dos siglos. Es lo que habitualmente se conoce como “la primera enmienda”. Podría servir.

18 de mayo de 2000