Pena, esperanza y justicia

Hay cosas que uno sabe, pero cuyo significado no siempre comprende cabalmente. Hasta que de pronto lo golpea su comprensión -igual que a Saulo en el camino a Damasco- con la fuerza de un rayo. Que el periodismo es una profesión de contrastes, por ejemplo, es algo que no se enseña en las Escuelas, requiere de un aprendizaje que poco a poco va penetrando el cerebro y el corazón de quienes lo practican.

Pero hay un momento en que uno lo percibe de manera indeleble.

En mi caso, ello ocurrió en la tarde del jueves 30 de noviembre de 1978, en el ambiente confortable y señorial de una embajada europea en el barrio alto santiaguino. Era el final de una larga jornada que había empezado a media mañana, cuando me llamaron -en ausencia del director de HOY, Emilio Filippi- a una reunión en la Vicaría de la Solidaridad. Allí se nos contó, a Jaime Martínez, director entonces de Qué Pasa, a Máximo Pacheco y a mí, de un hallazgo de cadáveres, la probable demostración de la existencia de los “detenidos desaparecidos”. De allí nos dirigimos, con monseñor Enrique Alvear, a Lonquén.

Durante horas, bajo el pesado sol del final de la primavera, en un ambiente hosco, donde se intuían tímidas presencias humanas, un grupo de seminaristas excavó en los hornos de una antigua mina de cal abandonada, tratando de confirmar la denuncia. No fue fácil: los altos torreones de piedra, parecidas a monstruosas chimeneas, habían sido rellenadas y tapiadas cuidadosamente. Sólo horas después, en la tarde, cuando se empezó a trabajar por la boca inferior, surgió la horrenda verdad: efectivamente había allí restos humanos en una cifra imposible de determinar en ese momento.

La decisión, con el aval de los periodistas, fue hacer al día siguiente la denuncia en los tribunales. Tras ello emprendimos el retorno al centro de Santiago, a nuestros trabajos y compromisos habituales, incluyendo una recepción diplomática esa misma noche.

Muchos autores han gastado tinta y tiempo en describir este tipo de situaciones, pero yo, todavía como el Dante “en medio del camino de mi vida” profesional, no había terminado de descubrir que un periodista, en su registro cotidiano, pasa con frecuencia de la risa a la tragedia, de la belleza a la fealdad, de los actos de amor sublime a la degradación del crimen... Un médico amigo terminó, más tarde de racionalizar los sentimientos de ese largo día. Ser periodista, me dijo, es como ser médico, sacerdote y quizás qué otro oficio donde se presentan continuamente situaciones límite y sólo pueden definirse como profesiones de contrastes.

El recuerdo de ese día de hace más de dos décadas, me asaltó esta semana (8 al 12 de mayo), cuando tres periodistas hicieron noticia.

Hay un viejo dicho de que uno nunca debe ser noticia, pero Enrique Ramírez Capello, antiguo alumno y viejo amigo, fue elegido presidente del Consejo nacional del Colegio de Periodistas y me alegro por ello. Somos muchos los que creemos que esta es la última posibilidad de que “la orden”, como dicen los que le tienen miedo a las reiteraciones, se recupere de sus muchas dolencias....

También hizo noticia -triste- un editor de La Nación, Jaime Castillo Vilches, quien murió en estos días. Llegó al diario cuando yo era su director, a comienzos de los 90. Vivió las ilusiones de los 70, cuando militaba en el Partido Comunista, los dolores de la detención y la tortura y luego el exilio. A su regreso le costó “reinsertarse”. En La Nación trabajó leal y responsablemente hasta cuando la enfermedad lo obligó a ceder terreno. Me impresionó siempre su carácter reservado, que escondía quizás qué sufrimientos, pero que no le impidió vivir una vida de familia plena, lo que hace más dolorosa su partida.

Como dolorosa fue también la muerte de José Carrasco Tapia. Según la investigación de la ministra Dobra Lusik, lo ultimaron agentes de seguridad en venganza por los escoltas muertos en el atentado contra el general Pinochet en el Cajón del Maipo.

No es una noticia alegre. Pero es una esperanza de que puede haber justicia, incluso para quienes, como los periodistas, vivimos permanentemente registrando el contraste de penas y alegrías de los demás.

(12 de mayo de 2000)