Las penas de la pena capital

Cuando finalizaba 1999, el Papa Juan Pablo II reiteró una vez más su oposición a la pena de muerte. Lo hizo en vísperas del año del Jubileo, en diciembre, unas horas antes de que las luces del Coliseo se encendieran a favor de la campaña, gesto que se repite cada vez que se conmuta una ejecución en alguna parte del planeta.

''El Gran Jubileo, dijo el Papa, es una ocasión privilegiada para promover en el mundo formas de respeto a la vida y a la dignidad de las personas... Renuevo mi llamamiento a todos los responsables para que se alcance un consenso internacional para la abolición de la pena de muerte, ya que los casos de absoluta necesidad de supresión del reo son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes''.

Dentro de esta lógica, las luces del viejo anfiteatro romano, escenario de tantos dolores en el pasado y tantas esperanzas en el presente, deberían encenderse en el momento en que el Congreso Nacional de Chile ratifique -como se espera- la abolición de la pena de muerte ya aprobada esta semana en una Comisión del Senado, y se pueda convertir en ley.

No ha sido un tema fácil. En diciembre de 1990, cuando se intentó por primera vez abolir la pena capital en el nuevo régimen democrático, una mayoría opositora impuso el rechazo en el Senado. Al informar de lo ocurrido, la periodista Berta Morales consignó en ''La Epoca'' que ''la situación registrada... resultó chocante''. Y explicó que el desenlace se produjo a continuación del homenaje, acordado por unanimidad, a los derechos humanos, con motivo del aniversario número 42 de la Declaración Universal.

Casi diez años después, la opinión pública chilena sigue dividida. Pese a los reiterados llamados de diversas confesiones religiosas, especialmente de la Iglesia Católica, un sector importante cree que hay crímenes atroces que sólo pueden castigarse con la muerte del autor. Es lo que sociólogos norteamericanos llamaron ''la legislación de pánico''. Según el tratadista francés Marc Ancel, en este caso ''la ley pretende, amenazando con las penas más terribles, tranquilizar a una opinión pública atemorizada ante ciertas formas agudas y contagiosas de delincuencia...''.

Hasta hoy la gran interrogante es acerca de la efectividad de la pena de muerte. No se ha demostrado de manera concluyente que tenga un efecto disuasorio real. Hay estudios al respecto, el más importante de los cuales se hizo en Europa en los años 60, a cargo de Thornston Sellin. Conclusión: no se registra ni un aumento ni una disminución de la criminalidad cuando se impone o se suprime la pena capital.

Pero no es sólo un tema de efectividad ante la mayor criminalidad o de tranquilizar a quienes ven con preocupación cómo ciertos crímenes se ponen de moda. Aparte de que son -somos- muchas las personas que creen -creemos- que no corresponde al hombre disponer de otra vida, de tiempo en tiempo resurge el peor fantasma de todos: el de los condenados cuya inocencia se demuestra tardía e irremediablemente... post-mortem.

A veces, las revisiones se producen a tiempo, aunque siempre con un incalculable precio sicológico.

Esta semana, el miércoles 30, un juez federal anuló una sentencia de muerte en Dallas. ¿Motivo? ''Una razonable probabilidad de que por los errores y omisiones del abogado de la defensa, combinado con la información insuficiente del fiscal, el resultado de la fase condenatoria (del juicio) pudiera haber sido diferente''.

El acusado, dictaminó el juez, debe tener una condena menor o un nuevo juicio. De haberse cumplido la sentencia original, obviamente no habría tenido sentido esta revisión.

2 de septiembre de 2000