Morir o matar por la patria

''Creía que morir por la patria era lo peor que le podía pasar a uno. Ya no pienso así. Creo que matar por la patria puede ser mucho peor, porque el recuerdo es aterrador''.

Hace treinta y dos años Robert Kerrey era un teniente de apenas 25 años de la Marina norteamericana. Pertenecía al selecto grupo de los ''Seals'', utilizado en acciones de comando en el delta del Mekong, en Vietnam. Un día fue enviado a Thanh Phong, pequeña aldea de no más de 150 habitantes. El grupo fue recibido a balazos. En respuesta, el teniente Kerrey ordenó que se disparara un cohete LAW, capaz de traspasar la coraza de un tanque y hacer explosión en su interior y, en seguida, abrir fuego indiscriminadamente. En total se dispararon mil 200 ráfagas. Cuando entraron a la aldea, encontraron ''algo así'' como catorce cadáveres (podrían ser veinte) de niños y mujeres. Todos desarmados. ''Yo esperaba encontrar soldados armados del vietcong, dijo el teniente. En su lugar sólo encontré mujeres y niños''.

El relato completo -incluyendo la confesión del crimen- tardó años en salir a luz. En el intertanto, Kerrey fue gravemente herido y recibió la Medalla de Honor militar, protagonizó una exitosa carrera política en el Partido Demócrata: fue gobernador de Nebraska, senador y precandidato a la vicepresidencia. En la vida privada le fue igualmente bien, incluyendo un sonado romance con la actriz Debra Wingert.

Según ha dicho él mismo, se las arregló para acallar su conciencia. Cada vez que alguien quería saber más sobre su actuación en Vietnam, reaccionaba con impaciencia: ''Tengo derecho a decir: no es del maldito interés de nadie. Cargo con recuerdos de lo que hice y cómo sobreviví''. Punto.

Pero ya sabemos que las cosas no son tan fáciles. El miércoles de esta semana, después de una paciente labor de reconstitución de los hechos, la historia de lo ocurrido en Thanh Phong y la dolorosa confesión de Kerrey fue dada a conocer por Gregory L. Vistica, de ''The New York Times''.

La conclusión parece evidente: como dijo el propio Kerrey, puede ser más fácil morir por la patria que matar por ella.

Es, sin duda, lo que le ha ocurrido en Chile, a miles de kilómetros de Estados Unidos y de Vietnam, a Carlos Herrera Jiménez, autor confeso de la muerte del dirigente sindical Tucapel Jiménez. Más de 21 años después del crimen, el mismo miércoles pasado en la noche se dio a conocer una declaración en la cual, junto con ''tratar de explicar lo inexplicable'', pidió públicamente perdón por un homicidio que con el tiempo se ha convertido en ''una pesada cruz'' para él.

Hoy está de moda hablar en nuestro país de valores y es bueno que así ocurra. Pero a veces se olvida que, desde el punto de vista ético, ocurre con frecuencia que los valores pueden entrar en conflicto. Esa es la razón por la cual no es fácil encarar situaciones complejas, sea uno periodista, médico, militar o dirigente político. A veces chocan entre sí la verdad y la lealtad, o la justicia y la misericordia. El patriotismo es ciertamente un valor fundamental en toda sociedad. Pero el respeto a la vida humana, sobre todo de personas inermes, como los campesinos en Vietnam o Tucapel Jiménez en Chile, es un valor superior. Y a la hora de pedir perdón o justicia, inevitablemente se debe empezar por la verdad, por dolorosa que sea.

Publicado en El Sur, el 28 de abril de 2001