Los medios de comunicación de Chile: Visión de un periodista

(Este texto, actualizado en mayo de 2001, fue escrito inicialmente en 1997)

En mayo de 2001, cuando firmó el decreto que promulgó la Ley de Prensa de larga discusión en el Congreso, el Presidente Ricardo Lagos subrayó su convicción de que se había dado en Chile un importante paso hacia la libertad de expresión, pero que todavía quedaban situaciones que era necesario encarar.

Mucho periodistas, entre los cuales me incluyo, han sido especialmente críticos de la situación. Como he dicho en diferentes ocasiones y escenarios, siento que debo ser muy crítico, aunque, como explicaré luego, no soy pesimista. Siento que los periodistas y el periodismo en su conjunto, no estamos dando una adecuada respuesta a nuestra sociedad. Esta situación, o parte de ella, se aprecia claramente en la incapacidad de la agenda periodística para reflejar plenamente las preocupaciones e inquietudes de los diversos sectores de la opinión pública.

El resultado es que los periódicos no han aumentado su circulación; varias revistas de información política entraron en crisis en los últimos años (durante la llamada transición cerraron todas las revistas que habían surgido en los años difíciles del régimen militar y otras que trataban de revivir, como Topaze, tiempos de mayor pluralismo y de más intensa participación cívica), y en la televisión abierta se lamenta la falta de reales espacios de debate, reemplazados por shows de escaso contenido y conversación intrascendente. En buenas cuentas, la credibilidad, que es el mayor capital de los periodistas, ha pasado a un segundo plano.

No todo es responsabilidad de los medios: tal vez debido a esta actitud de los medios, pero también por otras razones que hasta ahora no han sido suficientemente exploradas, los ciudadanos parecen carecer de motivación para participar activamente en política y en asuntos de interés público.

Trámite largo

En este punto, es indispensable recordar lo ocurrido con la Ley de Prensa, de larga discusión en el Parlamento.

El desafío, como lo planteó desde su llegada al poder el ex-Presidente Patricio Aylwin, consistía en responder positivamente a la necesidad de ampliar y afianzar la libertad de expresión y todos los derechos relacionados con ella.

Después de un largo paréntesis -muy duro a partir de 1973, pero que empezó antes- en que primaron la desconfianza y el temor, se revivió el espíritu de Bernardo O´Higgins quien, en los albores de la República, postulaba la conveniencia de establecer claras y enérgicas reglas del juego en defensa de la libertad, más que de condena de los eventuales ”abusos de publicidad”. Sin pretender áreas de inmunidad o impunidad para los delitos y sus autores, el permanente anhelo profesional ha sido que sean tipificados adecuadamente y dejar a los tribunales ordinarios la responsabilidad de investigar las denuncias y realizar los procesos judiciales.

En el proyecto, que sufrió numerosas modificaciones en el Congreso, se buscó tener una legislación positiva, que asegurara el libre acceso a las fuentes de información, obligara a los funcionarios públicos a entregar información sobre sus actuaciones y contribuyera, en suma, a la creación de un clima favorable al análisis y conocimientos de todos los temas públicos. Como reiteró en su momento el ex-Presidente Eduardo Frei, en el debate nacional no puede ni debe haber temas tabúes.

En el proceso, que se inició en 1991 con la discusión entre las partes interesadas, se llegó en 1993 a un acuerdo casi completo entre el Colegio de Periodistas y la Federación de Medios de Comunicación Se pensó entonces que se había superado el último gran obstáculo para que la ley pudiera ser despachada con rapidez en el Congreso Nacional.

No fue así, sin embargo.

Y hasta este año hemos visto cómo este proyecto, uno de cuyos aspectos sustanciales, es el término de las prohibiciones de infomar, seguía empantanado. Pero hay más, aparte de la considerable demora.

Como explicó el ministro secretario general de Gobierno, Claudio Huepe, hay temas importantes que quedaron fuera. O, como sostuvo hace años, en una visita a Chile el profesor norteamericano Everette Dennis, desde el comienzo mismo de la discusión el proyecto ya adolecía de un notable retraso al ignorar la gran revolución de las comunicaciones.

El gran cambio

La explicación reside -en parte, al menos- en una comprobación histórica: en las dos décadas transcurridas entre 1970 y 1990, los periodistas y las entidades gremiales debimos centrar nuestra atención, como era inevitable, en los acuciantes problemas de la libertad de expresión.

Los periodistas, que sentimos el peso de la censura, autocensura e incluso la persecución o el exilio, y los propietarios de los medios, que también sufrieron presiones considerables, incluyendo las derivadas de sus problemas económicos, no nos percatamos de que más allá de las fronteras de Chile se producía una gran revolución.

Probablemente desde los tiempos de Gutenberg las comunicaciones no habían estado enfrentadas a una transformación tan espectacular y profunda como la que ocurrió en esos mismos años, por la introducción generalizada de la computación.

Hoy día, lo que en los 60 era apenas un sueño profético de Marshall McLuhan, se ha convertido en una realidad. Al mismo tiempo -por una serie de razones que no es del caso analizar aquí- los chilenos estamos en la primera línea para entrar a lo que se ha bautizado como la Supercarretera de la Información. En ella, sin embargo, nuestra tasa de mortalidad puede ser tan grande como la que tenemos en calles y caminos de verdad: el choque entre las posibilidades tecnológicas y su uso correcto puede ser doloroso y caro.

Nuestras calles llenas de hoyos y nuestras carreteras estrechas y congestionadas, en las cuales la principal función de la autoridad parecería ser la experimentación de planes y la caza de incautos mientras cientos de personas siguen muriendo en accidentes evitables cada año, puede servirnos de lección para esta nueva era. En ella la ley de prensa, con todo respeto a sus bienintencionados autores, puede ser tan obsoleta como los reglamentos actuales del tránsito, o la filosofía que los inspira.

La opción de los periodistas

Para entrar en el tema propiamente tal, me resulta imprescindible hacer un pequeño recorrido por nuestra historia reciente.

¿Qué pasaba en Chile antes de 1973?

La respuesta es compleja.

Desde el punto de vista de los periodistas, podría intentar resumirse diciendo que, si bien no teníamos una democracia perfecta y, por lo tanto la prensa se resentía de algunas limitaciones, teníamos un alto grado de libertad. Y, mejor aún, existía en nuestra sociedad un real respeto por la profesión y los profesionales, acrecentado desde la creación, dos décadas antes, del Colegio de Periodistas y de las primeras escuelas universitarias de periodismo.

La mejor prueba de ello es que durante la Unidad Popular y en medio de las graves tensiones que se vivieron, no hubo -gracias a muchos factores, pero sobre todo por la actitud vigilante de la mayoría ciudadana- medidas que efectivamente restringieran esta libertad, pese a que -obviamente- a más de alguien le habría gustado imponer algunas mordazas.

Debe reconocerse, sin embargo, o reiterar algo ya dicho por otros autores y también por mí: en el torbellino que precedió al golpe militar, la prensa no fue culpable de haber desatado las pasiones que se hicieron incontrolables al final. Pero, en medio del huracán, optó por privilegiar la libertad por sobre la responsabilidad.

Igual que la gran mayoría de los chilenos, estábamos convencidos de que esas cosas -golpes de estado, dictaduras militares, violaciones sistemáticas de los derechos humanos, incluyendo la supresión de la libertad de información y de opinión- no podían ocurrir en Chile y que nuestra democracia era firme y resistente, sin requerir de mayores cuidados.

Duro fue el despertar, como sabemos ahora.

Esas cosas sí podían pasar y sí pasaron en Chile.

Y entre quienes sufrimos todo su rigor estuvimos los periodistas.

Un alto precio

Desde el mismo 11 de setiembre de 1973, una parte importante de nuestra prensa fue borrada de un plumazo. Y en los años siguientes, con intensidad variable, experimentamos otros rigores: censura, autocensura, obligación de pedir autorización para nuevas publicaciones, presiones encubiertas y desembozadas, persecuciones, detenciones, torturas, exilio y también detención y desaparición de periodistas.

Lo más grave, sin embargo, para hacer corta esta historia, es que de ese largo túnel no salimos, como estamento profesional, efectivamente fortalecidos en nuestras convicciones más esenciales. Tampoco crecimos en imagen ante la opinión pública.

Por una parte, buen número de chilenos han asumido que la responsabilidad de lo que pasó debe atribuirse, entre otros, pero muy principalmente, a los supuestos excesos de los periodistas.

Por otra, el trauma de lo pasado todavía afecta al periodismo, que es mirado con desconfianza. El discurso de los años del autoritarismo todavía tiene ecos favorables en mucha gente e instituciones, incluso en aquella mayoría que repudió tan enérgicamente el régimen imperante, tanto en 1988 como en 1989.

Y ciertamente lo que es más grave, la respuesta nuestra no ha sido buena, en términos generales.

No hemos sabido (o podido) mejorar la imagen.

Debilidades y fortalezas

Cuando se revisan los temas de la agenda, descubrimos que en la mayoría de los casos se siguen pautas dictadas por otros, lo que termina en una gran uniformidad.

Nuestro periodismo, sin contar las inevitables y aplaudibles excepciones, es todavía plano y tímido. Y cuando trata de romper la rutina, generalmente recibe un rechazo fuerte de los poderes fácticos, que termina por anular todo deseo de innovación.

Mucho más hay que decir, pero lo importante es que esto ocurre y probablemente seguirá ocurriendo y, sin excedernos en el pesimismo, es un. punto que debemos tomar en cuenta.

Al mismo tiempo, sin embargo, debo subrayar algunos aspectos positivos.

No todo lo que ocurrió a partir del 11 de setiembre del 73 fue negativo.

No toda la prensa fue sumisa. Por el contrario, hay sobresalientes ejemplos de personas y medios que se destacaron valerosamente en la defensa de los valores democrático, intentando ser, como decía Emilio Filippi, una luz de esperanza.

No todo lo que pasa ahora es negativo.

Y, sobre todo, quisiera subrayar mi convicción profunda de que no todo lo que viene, se presenta con caracteres negativos.

Veamos.

Si bien es cierto que con lentitud, no se puede desconocer que hay una recuperación del alma democrática de Chile, la que se expresó maravillosamente en torno al plebiscito de 1988. Y en la medida que se fortalece, se fortalece también el periodismo libre e independiente.

La gran incógnita

Las nuevas tecnologías están teniendo y van a tener un impacto más profundo que el que hemos podido imaginar hasta ahora.

De a poco, en el mundo y ahora en Chile, surge el convencimiento de que la revolución de las comunicaciones, que ya es un lugar común, no afecta sólo la información o permite una mayor expedición en ciertas tareas. Es un cambio profundo en la sociedad, que nos va a afectar en todo sentido: no sólo la manera cómo nos informamos, sino cómo trabajamos, nos educamos, nos entretenemos y.... para enlazarlo con nuestro tema, cómo ejercemos nuestra vida en sociedad y en democracia.

El cambio no es fácil ni se producirá de manera automática. Pero parece inevitable y, sobre todo, necesario.

La posibilidad que nos ofrecen las nuevas tecnologías apunta a mejorar, como nunca antes, nuestra capacidad de informarnos, de seguir atentamente los procesos, de tener acceso a más información que nunca antes y ello, sin duda, es la base de un mejor convivencia y un mejor ejercicio democrático.

Al mismo tiempo, sin embargo, como es obvio, este proceso debe ser impulsado de manera positiva. No puede ocurrir, por ejemplo, que se restrinja, por la razón que sea, el acceso a las nuevas tecnologías cuando en el mundo entero bajan los precios de los equipos y, en nuestro país, como fruto del cambio en la economía y la liberación del mercado, es cada vez más fácil acceder a la información en redes o sea, a la globalización creciente de las relaciones mundiales.

Con mucha razón el profesor Juan Antonio Giner, hace ya algunos años, cuando este proceso recién se insinuaba, bautizó las novedades que surgían como las tecnologías de la libertad.

Oportunidades y temores

Hoy, la situación es todavía mejor desde el punto de vista del acceso a la información y a su difusión a nivel planetario.

El peligro real, desde luego, es que estos portentosos adelantos -El Vaticano, hace algunos años al hablar de los maravillosos medios de comunicación de nuestro tiempo, usó la expresión: Inter mirífica, entre las maravillas-... no lleguen a todos los sectores de la sociedad.

Ahora empezamos a descubrir la “brecha digital”, lo que Everette Dennis, de la Universidad de Columbia ha definido como el peligro de que haya sociedades ricas en información y otras pobres en información, por tanto excluidas brutamente de la vida moderna.

Pero mucho mayor aún es el peligro de que los nuevos medios, sobre todo la llamada Supercarretera de la Información, sirvan sólo para un propósito importante, sin duda, pero que no es todo ni el más importante: para la entretención y los negocios.

Doble riesgo

El papel de los periodistas en la sociedad futura adquiere una dimensión nueva, de mayor responsabilidad que nunca.

Podemos anticipar que la información en sí llegara de manera directa y relativamente fácil a todos los sectores. Pero corremos por lo menos dos riesgos:

  1. Que esa información deje de lado ciertos temas que han marcado históricamente la función de la prensa y los medios: la denuncia y el análisis de los temas públicos.
  2. Que cada individuo o grupo social se encierre en su propia realidad, en un mundo virtual ajeno a los problemas de su entorno. Es decir, que viva en algún barrio muy alto, que se conecte directamente con sus pares en el resto de Chile y el mundo, que vea los estrenos de Nueva York y trabaje -como ya hemos visto que es posible- con los horarios de Londres o Tokio, y se olvide de los millones de pobres de Chile, de las víctimas de los temporales o los terremotos.... Conviene recordar que la palabra comunicación tiene la misma raíz que comunión, “lo que subraya la nobleza de nuestra misión”, he escrito en un texto de Introducción.

El periodismo de hoy exige primordialmente un sentido de la responsabilidad social. Ese es, me parece, el aporte que debe hacer a la sana vida democrática.

Nos parece, en consecuencia, indispensable insistir, en primer lugar, en que la comunicación debe ser entendida como una necesidad vital de cualquier sociedad o grupo humano. Sin comunicación es imposible el intercambio de información y de opiniones que son indispensables para la vida en común. Esta necesidad, que es anterior a la imprenta y otro desarrollos más modernos, justifica la libertad que es indispensable para aproximarse al empleo de los medios y las obligaciones éticas que se imponen en el trabajo de los profesionales de la comunicación y la información.

Los periodistas debemos estar preparados para manejar inteligentemente los multimedios, colaborar con eficiencia en su gestión administrativa y, sobre todo, hacer nuestro un concepto que se repite con insistencia pero que no siempre ponemos en ejecución: la búsqueda de la excelencia o, lo que es lo mismo, la calidad total.

Lo dijo de manera aleccionadora el director de La Nación de Costa Rica, Eduardo Ulibari, en 1993:

-En periodismo, como en cualquier otra profesión, buscar la excelencia es un ejercicio arduo, pero que da satisfacciones e infunde fortaleza.

“Su logro depende de trabajo, talento y disciplina constantes... No podrá alcanzar la excelencia quien se contente fácilmente con lo que hace, se sumerja en la rutina, tema al cambio y sustituya la satisfacción profunda del logro por los elogios superficiales de la adulación. El buen periodista siempre debe buscar la crítica y rehuir el excesivo elogio.

“De la mano de esta actitud, la excelencia se traduce en precisión, agudeza, perspicacia, capacidad para reconocer temas, dominio de las técnicas para investigarlos y del arte para desarrollarlos. No es un periodista excelente quien no logra ser claro, pero a la vez profundo; culto, pero ameno; directo, oportuno, vital. Debe tener sentido de sus responsabilidades, misión y liderazgo, mas nunca descuidar al público al cual se debe...”

Gran responsabilidad

Grande es la necesidad y grande la responsabilidad. Por ello no se puede juzgar a todos los medios y a todos quienes laboran en ellos por los errores o insuficiencias de aquellos no cumplen cabalmente su cometido o ignoran su responsabilidad. Es importante subrayar que el ejercicio profesional y los derechos que lo amparan no son una exclusividad de los periodistas, sino una facultad que la sociedad ha delegado en ellos. Pero es la sociedad, o mejor dicho, cada integrante de ella, quien es el titular del derecho a la libertad de expresión y de información.

Pero, sobre todo, debe estar preparado para enfrentar debidamente la avalancha tecnológica, de manera que seamos capaces de ser conciencia crítica, orientadores reales de la opinión pública, y no meros adoradores de lo nuevo o de lo que hacen y dicen otros.

La libertad que estamos proclamando no es un privilegio, ni siquiera un derecho de los periodistas o de los comunicadores, que son los profesionales encargados de su ejercicio, sino de la sociedad en su conjunto.

Para subrayarlo, quiero hacer una muy breve cita de un personaje querido y respetado: el ex-Presidente Patricio Aylwin.

Al hablar ante la Asociación Nacional de la Prensa, en 1990, dijo:

“No hay democracia si no existe para la prensa un ambiente de libertad, de respeto y de tolerancia que permita la libre circulación de las ideas y las opiniones y garantice el derecho de los ciudadanos a estar veraz y oportunamente informados...”

Es la misma confianza -madurada con el tiempo y la experiencia- que expresara tanto tiempo atrás fray Camilo Henríquez.

Resulta muy significativo que el padre de la prensa chilena, al presentar el primer número de La Aurora de Chile, en febrero de 1812, pusiera el énfasis en tres aspectos:

  1. La importancia de la imprenta, a la que describe con cierto exceso de ilusión, como “el grande, el precioso instrumento de la ilustración universal”. Con la misma fe que probablemente ponía en sus sermones dominicales, fray Camilo confiaba en que, gracias a la prensa de La Aurora, “los sanos principios, el conocimiento de nuestros eternos derechos, las verdades sólidas y útiles van a difundirse entre todas las clases del Estado”.
  2. También creía con la misma fe militante, en la democracia. Pensaba, estábamos en lo que se conoce como la Patria Vieja, que había comenzado un período de creciente bienestar, en el cual “empezará a desaparecer nuestro nulidad política; se irá sintiendo nuestra existencia civil...
  3. Finalmente, en este primera proclama impresa, Camilo Henríquez planteaba también una preocupación por nuestro continente. Su patriotismo, expresado barrocamente, trasponía sin embargo las fronteras del naciente estado independiente. El sistema de gobierno imperante, señalaba, es “el sistema justo de libertad de América”.

Es la confianza que tenemos para mirar, como decía, con optimismo, pero sin ingenuidad, los tiempos que vienen.