Carreras marmicoc

El proceso, más que complejo, es largo e involucra numerosos pasos. Se trata, en primer lugar, de definir lo que quiere la universidad o institución educacional. Luego, ver cuáles son los requerimientos que permitirán cumplir ese objetivo. Esto incluye, desde luego, los llamados “recursos humanos” (profesores, administrativos y alumnos), y también el correspondiente equipamiento.

Es una larga lista de “debes” que, en una primera etapa de autoevaluación, se debe contestar. Hay otros pasos en una serie que culmina con la visita de un grupo de “pares” –académicos de otra universidad- a fin de chequear “in situ” la situación.

Aunque los detalles pueden variar, lo descrito es, básicamente, el desarrollo de un proceso de “acreditación universitaria”. Su objetivo es simple, pero muy concreto: garantizar a los estudiantes, a sus padres y a la sociedad, que los planteles de educación superior están en condiciones de cumplir lo que ofrecen.

¿Por qué, entonces, la discusión de la Ley de Acreditación, actualmente en trámite en el Senado ha despertado tanta polémica y, en algunos casos, un fuerte y hasta violento rechazo?

En su primer artículo el proyecto anuncia su objetivo: establecer un “sistema nacional de aseguramiento de la calidad de la educación superior”. En palabras comunes y corrientes, dar garantías respecto de los niveles de calidad de las carreras o programas ofrecidos. No se trata, por cierto, de imponer un modelo pre-determinado de escuela o de universidad. En cada plantel autónomo, la medición se hará de acuerdo a “sus propósitos declarados y ... los criterios establecidos por la comunidad académica y profesional correspondiente”. En buenas cuentas, un sistema que permita verificar cómo cumplen las universidades lo que prometen y cómo esas promesas se ajustan a ciertos requerimientos generales.

La proliferación de universidades que nació de la Constitución de 1980 es una clara advertencia de que el sistema necesita regulación. En más de dos décadas, los planteles privados se multiplicaron… no siempre con éxito. Varias universidades han debido cerrar, con un saldo de víctimas: padres endeudados y estudiantes que no pudieron coronar sus estudios. Diversos gremios han señalado, además, que el exceso de oferta en ciertas carreras –el caso de los periodistas no es el único- atenta contra la dignidad de los profesionales y genera un círculo vicioso que termina en una formación pobre, no actualizada, camino seguro de la cesantía ilustrada. Y –ojo- este no es un problema exclusivo de las nuevas universidades no tradicionales o privadas. También las universidades tradicionales han cedido a las tentaciones del mercado y empiezan a ofrecer cursos y programas puramente “marqueteros” y –como se decía antes- carreras “marmicoc”.

Sorprende en consecuencia la oposición cerrada. Para unos –dirigentes estudiantiles de universidades tradicionales- es una forma de “privatizar”. Para otros –representados por el senador Sergio Fernández- es un proyecto estatista.

Sería ilusorio pensar que la nueva ley va a arreglarlo todo. Pero lo que desconcierta es que se la combata con argumentos que no vienen al caso. La eventual privatización (o la “reestatización”) y el afán de lucro corren, claramente, por una cuerda distinta.

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas en Julio de 2004

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