La maldición del segundo período.

En octubre de 2000, en los días finales de su campaña, George W. Bush hizo su última promesa a los electores: “En mi gobierno exigiremos no solo lo que es legal, sino lo que es correcto; no lo que los abogados permiten, sino lo que el público merece”. En los cinco años transcurridos desde entonces, ganó –apenas- la elección, tuvo una ascenso fulminante en la popularidad después de los ataques a las torres gemelas y esá sufriendo, luego de su reelección, una rotunda caída en las encuestas. Según la prensa norteamericana, el gobierno de Bush se mueve actualmente en la peor incertidumbre.

Como ha ocurrido invariablemente desde la salida de Richard Nixon de la Casa Blanca, cualquier alarma de escándalo genera fuertes tensiones en Ejecutivo. Peor aun, como una constante –habría que llamarla la maldición del segundo período- las amenazas marcan lo que deberían ser años de consolidación. Ha ocurrido una y otra vez. Watergate derribó a Nixon. El affaire Irán-Contras estuvo a punto de voltear a Ronald Reagan y Mónica Lewinsky casi le costó el sillón a Bill Clinton. Los disparos todavía no llegan al Salón Oval, pero caen cerca: el asesor presidencial Karl Rowe, y el consejero del Vicepresidente Cheney, I. Lewis Libby están en la mira. No sólo son cuestionados por la prensa. También ahora, como antes en el caso de Clinton y Mónica Lewinsky, un fiscal independiente está apretando el cerco. Antes fue Kenneth Starr. Ahora es Patrick J. Fitzgerald quien tiene el mango de la sartén.

Aunque las complicaciones son varias, lo que realmente tiene con “escalofríos” (la expresión es de The Washington Post) al entorno de Bush es la filtración del nombre de la agente encubierta de la CIA Valerie Plame. Como en las más siniestras historias de la TV y de Hollywood, desde los pasillos de la Casa Blanca se quiso castigar al ex embajador Joseph Wilson por su postura contra la guerra en Irak mediante un tortuoso procedimiento: hacer público el nombre y el trabajo de Valerie, su mujer. Parece bastante torpe y así fue, entre otras cosas porque la ley prohíbe divulgar este tipo de información. Por eso mismo, antes de llegar a los consejeros del Presidente y de su Vicepresidente, el hilo se cortó por lo más delgado: los periodistas. Judith Miller, de The New York Times debió ir a la cárcel por 85 días porque no quiso contar la fuente que usó en esta noticia. A comienzos de octubre, junto con salir ella de la prisión, el círculo se empezó a estrechar en torno a Rowe y Libby.

En las próximas dos semanas antes del 28 de octubre, el caso debe cerrarse.

Por ahora, cada día se complica más. No sólo para el gobierno norteamericano que podría ver cómo dos hombres de confianza van a juicio por “conspiración”. Los periodistas tampoco han salido bien parados. Unos, porque no tuvieron problema en revelar sus fuentes. Y Judith Miller porque nadie se explica cuál fue la razón para que terminara presa, luego que su fuente la liberó del compromiso de guardar su nombre. En su propio diario –The New York Times- sus jefes la apoyan porque consideran que la “tradición” ética fue respetada. Pero en la vereda del frente hay colegas que piensan de otra manera. Consideran que inicialmente ella fue muy complaciente con las versiones oficiales de la Casa Blanca. Hasta que el diario puso el pie en el freno, con su ayuda se embarcó sin atenuantes en la tesis de que había armas de destrucción masiva en Irak.

El deseo de pagar culpas es lo que, para algunos críticos, habría llevado a Judith al “martirio”. Y a sus informantes, a manos del fiscal Fitzgerald.

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas en Octubre de 2005

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