Tareas para la casa

El lunes 5 de junio el movimiento estudiantil había entrado en su fase terminal. Pero, como sus dirigentes no acusaron recibo de que la oferta de la Presidenta Bachelet era lo más que podía ofrecer el gobierno –y el tope también de lo que estaba dispuesta a aceptar la opinión pública- siguieron en un rumbo suicida. El estallido de violencia de ese día acabó con toda la simpatía que gozaron por un mes. El final llegó entonces de manera inevitable.

Este ascenso y caída del termómetro de la fama puede hacer olvidar lo fundamental: el consenso – epidérmico, tal vez- que se creó en torno a la demanda de una educación de calidad y con acceso igualitario. Ahora que el debate pasó a otros ámbitos, incluyendo un fiero debate en la Cámara de Diputados entre la diputada Marcela Cubillos y el ministro Martín Zilic, la tentación puede ser mayor.

Aunque la protesta se venía incubando desde mucho antes, el despegue noticioso se produjo el miércoles 10 de mayo, con la gran batalla campal librada en el centro de Santiago, un auténtico “día de furia”. Casi un mes después, cuando la Presidenta les leyó la cartilla a sus colaboradores y les dijo que quería "un gobierno que se anticipe a los problemas y no que reaccione solamente ante ellos", estaba sin duda pensando en este primer –violento- estallido. Pero la reacción oficial, por descoordinación, inseguridad, falta de información o lo que fuera, tardó en llegar.

La reiteración de algunos analistas de que los jóvenes nos estaban dando “una lección” se convirtió en un fastidioso lugar común. Cuando, pese a todas las buenas intenciones, se vio que todas las manifestaciones en la calle derivaban inevitablemente en vandalismo se optó por la débil excusa de que eran “infiltrados”. El conmovedor caso de la abuela que devolvió el televisor robado por su nieto en una tienda saqueada, contradijo esta cómoda explicación. Es evidente que la mayoría de los protagonistas de los hechos de violencia son los propios estudiantes. Existen “infiltrados”, pero no son tantos, igual que los encapuchados. Por lo tanto, lo que deberíamos plantear todos quienes pretendemos analiza lo ocurrido es evitar los extremos. Ni santos ni demonios, los estudiantes han planteado demandas justas, partieron bien pero han terminado por caer una gran confusión

El nuevo lugar común –repetido como una consigna- es que esta crisis es “una oportunidad”. Se lo dijo en Washington la Presidenta Bachelet a la CNN. Ello es efectivo, pero la condición es que todos asumamos nuestras responsabilidades, como lo planteó –vigorosamente, aunque al parecer sin que fuera escuchado- el ministro Zilic el día de la “interpelación”. Tienen que hacerlo las autoridades, que no siempre fiscalizaron ni se preocuparon, pero que sobre todo no propusieron metas claras en materia educacional. También hay una cuota de responsabilidad de los padres que, como me dijo un amigo, creen que escuelas y colegios son lugares para “depositar” niños y sacárselos de encima.

Pero también deben asumir los estudiantes. También deben aportar más allá de la denuncia. Y, ahora, tienen que demostrar que Internet y los celulares sirven para mucho más que para lograr una organización espectacularmente efectiva de su movimiento.

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas en Junio de 2006

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