Con un embajador en La Legua

La población La Legua, aquí en Santiago, está en la noticia. “Tristemente célebre” según el lugar común, sus habitantes se sienten atenazados entre la delincuencia y la acción policial.

El debate será largo: seguridad, se dice por una parte; respeto, se pide por la otra. Es una polémica mundial reproducida en el micromundo de este sector capitalino asentado a exactamente a 5.572,7 metros del centro. Por su historia, La Legua ha sido desde siempre un lugar mítico. Quienes viven ahí no pueden quejarse de que ahora los estigmaticen. Siempre fueron mirados por otros santiaguinos y en especial por los vecinos más cercanos, como seres peligrosos, aunque sólo fuera por el hecho simple de ser pobres. Durante la Unidad Popular se especuló con la idea de que allí vivían connotados extremistas y ello dio pábulo a que en el régimen militar se concentraran –como en La Victoria, al otro extremo de la ciudad- las manifestaciones y la consiguiente represión.

Pero también La Legua ha demostrado la capacidad de solidaridad de sus habitantes, su interés por la cultura y un deseo de vivir en paz.

Lo sé porque durante la década de los 80 tuve oportunidad de seguir de cerca las actividades del Centro Cultural José Manuel Parada, bautizado en honor del asesinado hijo de María Maluenda y Roberto Parada, situado simbólicamente cerca de la parroquia de San Cayetano, a cargo –más tarde- del sacerdote Mariano Puga.

Las actividades del centro cultural en relación a los niños estaban libres de toda manipulación o signo político. Y ello me permitió –con la complicidad de Ana María Allendes, mi señora- llevar allí un buen día de 1989 a un embajador que no tuvo temor a la leyenda negra.

Todo empezó de manera inocente, como empiezan muchas iniciativas, en una recepción diplomática. El embajador de Sudáfrica de aquellos años, Pieter van der Westhuizen, manifestó su interés por el trabajo de Ana María con los niños de la Legua y por conocer algo más del Chile real, aparte de la zona elegante alrededor de la embajada. Más adelante, ya enrielada la conversación, brotó la idea de que podía hacer una visita. Nosotros no pensamos entonces en los riesgos. El embajador, si lo pensó, no lo dijo. Así, un sábado en la mañana, cuando ya se había iniciado la campaña para las elecciones presidencial y parlamentarias de 1989, nos encontramos en las oficinas de la revista Hoy y partimos en mi auto a La Legua. El Mercedes Benz de la Embajada, supongo que blindado, quedó en la calle Monseñor Müller, esperando nuestro regreso.

Todo ocurrió sin incidentes. Visitamos el Centro Cultural. El embajador conversó con los niños, que se mostraron cariñosos aunque no tenían muy claro de donde venía, se comprometió a prestar ayuda –lo que cumplió- y luego recorrimos tranquilamente a pie las calles de tierra sin pavimento de la población.

Horas después volvimos a las oficinas de Hoy. Sólo entonces me puse a pensar en los riesgos: el embajador, un general en retiro, representaba un país que mantuvo excelentes relaciones con el gobierno militar chileno. En Sudáfrica todavía se vivía –aunque ya empezaba a agonizar- bajo el régimen del apartheid. Su representante en Chile era, pues, un blanco posible para atentados o secuestros.

En La Legua -¡qué duda cabe!- hay delincuentes y narcotraficantes. Pero hay también mucha gente digna y buena, que merece respeto y reconocimiento. Y entre ellos están esos cientos de pobladores que nos vieron pasar un día de fines de 1989 y fueron obviamente curiosos y también amables y cordiales.

Publicado en El Sur de Concepción el 10 de noviembre de 2001