También el lector tiene algo que decir.

No es cierto que los chilenos tuviéramos que esperar hasta esta oscura primavera para saber que en Chile se torturó. Es efectivo, como dice el informe de la Comisión Valech que la información que se conoció a partir del 11 de septiembre de 1973 sufrió severas restricciones. Pero, como he dicho en otras instancias robándole la metáfora al Papa Juan Pablo II, creo que “la verdad es más fuerte”. Siempre tuvimos la posibilidad de saber. Es tranquilizador escudarse en que la culpa era de los medios y los periodistas que no cumplieron o no pudieron cumplir con su deber. Pero, aunque incompleta, hubo mucha información que sí se publicó.

En Chile, como imagino que también ocurre en muchas otras partes del mundo, mucha gente afirma que no quiere saber nada de nada. Se aducen razones atendibles: el cansancio después del trabajo, la necesidad de aprovechar el tiempo en casa, el agotamiento ante tanta tragedia cotidiana... Es atendible, pero, al final de cuentas, lo que realmente pasa es que se abdica de un derecho humano esencial: el derecho a estar informado, a conocer múltiples opiniones y llegar, sobre esa base, a un juicio propio.

Hacer permanentemente este esfuerzo es parte de la vida en democracia. Nos escandalizamos cuando se nos impide acceder a las noticias. Pero no nos importa que, con frecuencia, seamos nosotros mismos quienes dejamos ejercer este derecho. Compartir el convencimiento de que las noticias son importantes, ha sido desde hace mucho una preocupación cardinal de periodistas y especialistas en desarrollo humano. El programa Prensa y Educación, por ejemplo, apunta a la preparación de lectores de diarios más exigentes. Pretende que quienes conformarán la opinión pública en el futuro, sean capaces de hacer una lectura crítica de los periódicos. Debería haber más programas de este tipo. No solo para leer con capacidad crítica diarios y revistas. También para aprender a escuchar la radio y saber ver la TV....o usar adecuadamente el inmenso material informativo que circula a través de Internet.

Pero no es solamente un tema de futuro.

En esta hora de balances, en que se recrimina a los poderes públicos, las fuerzas Armadas y los medios, también los propios lectores deberían preguntarse si fueron lo suficientemente exigentes. O, como ocurrió en otras instancias, no pecaron de cómodos y complacientes.

En medio de las duras restricciones informativas de las décadas de 1970 y 1980, había mensajes claros acerca de lo que ocurría realmente en nuestro país: denuncias de víctimas, declaraciones de personalidades nacionales e internacionales, o de la jerarquía religiosa. Y no siempre les prestamos la necesaria atención.

Ni siquiera sirvió, a escala nacional, el desgarrador mensaje que entregó Sebastián Acevedo, con su sacrificio, en noviembre de 1983, frente a la Catedral de Concepción.

¿Qué pretendía este desesperado padre? Algo terriblemente sencillo, pero que revela la profundidad de su angustia: solo quería tener la seguridad de que sus hijos María Candelaria y Galo Fernando, detenidos por la CNI, no serían torturados.

El intento le costó la vida. Sus hijos se salvaron. Se creó un movimiento en su nombre para denunciar la tortura. Pero millones de chilenos pasaron por alto el mensaje.

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas en Diciembre de 2004

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