Duelo por una gran dama del periodismo norteamericano

El alcalde de Washington dispuso que la bandera flameara a media asta en los edificios públicos y decenas de amigos y admiradores manifestaron su pesar y le rindieron homenaje. El Presidente George W. Bush la calificó como “Primera Dama de Washington y del periodismo norteamericano”.

Sin embargo, hasta comienzos de la década de 1960, Katharine Graham parecía destinada a un cómodo segundo plano, a lo más a ser “la mujer detrás de un gran hombre”. Pese a su buena situación económica, la posición social heredada de su padre y el ejercicio casi amateur del periodismo, se sabía insegura y aceptaba como un hecho sin vuelta que el mundo del periodismo y los negocios pertenecía a los hombres. Hasta que en agosto de 1963, tras una traumática serie de experiencias –quiebres mentales y sentimentales- su marido, Philip Graham se suicidó. Era el principal accionista de la empresa editora de The Washington Post, por decisión del padre de Katharine, el anterior propietario y así lo había aceptado ella, que se consideraba “la cola del volantín”.

La trágica muerte de Philip la obligó a tomar una decisión. El resultado fue una demostración de personalidad que, en los 40 años siguientes, la convirtió en la segunda persona más influyente de la capital norteamericana después del Presidente de Estados Unidos, le permitió hacer centenares de amistades en todo el mundo, incluyendo a Eduardo Frei Montalva, con quien coincidió en la Comisión Brandt, y sobre todo –como resumió The New York Times- logró que el diario The Washington Post pasara “de ser un periódico mediocre a institución nacional”. En el proceso, agregó este comentario, Katharine Graham que murió a comienzos de esta semana, “se transformó de tímida viuda en una leyenda en el mundo de las comunicaciones”.

“Heroína de teleserie”

La investigación del Caso Watergate fue su “hora más gloriosa”. Su valeroso e incansable respaldo a los periodistas Woodward y Bernstein permitió que The Washington Post develara la trama del caso de espionaje político-policial que terminó con la renuncia del Presidente Richard Nixon en 1974. Con razón, luego de su muerte, tras una caída en la calle que resultó fatal, se ha destacado el papel que le cupo en esa ocasión, cuando todo el poderío de la Casa blanca intentó bloquear la investigación periodística.

Sin embargo, como se puede advertir en su autobiografía sencillamente titulada “Historia Personal”, hubo otros momentos que pusieron a prueba su temple. Por ejemplo, en 1961, cuando la empresa, que dirigía entonces su marido Philip Graham, se interesó en la compra del semanario Newsweek, el médico le advirtió que debía cuidarse porque posiblemente una tuberculosis incipiente. Las negociaciones obligaron a la pareja a trasladarse a Nueva York y ella, que estaba consciente de los problemas de stress de su marido, decidió no decirle nada, pese a la recomendación de que se acostara temprano y evitara el humo del cigarrillo: “Sus consejos tuvieron el eco predecible: ninguno de nosotros durmió mucho y todo el mundo a mi alrededor fumaba sin parar”. Katharine se sentía “como una heroína de teleserie, pero no decirle a Phil (Philip) lo que ocurría, era lo único que podía hacer”.

Al final todo resultó bien y la empresa, que por años había sido un negocio reducido al ámbito local, pese a estar situada en la capital norteamericana, ganó en influencia, en un proceso cada vez más acelerado después que Katharine asumió en plenitud el mando. Lo de Watergate fue, sin duda, el episodio más notable. Pero también lo había sido, en 1971, la decisión de publicar los llamados Documentos del Pentágono, cuyo título formal era: “Historia del proceso de toma de decisiones de los Estados Unidos en su política frente a Vietnam”.

Esa vez se inició una alianza con The New York Times que convertiría a ambos diarios en las dos caras más conocidas del periodismo norteamericano ante el mundo entero. La publicación de los documentos la inició el diario de Nueva York, pero una orden judicial la interrumpió, cuando The Washington Post se sumó al desafío. La decisión, ante el evidente peligro de una intervención de la empresa, recayó en la señora Graham, quien debió sopesar los puntos a favor y los en contra, incluyendo el riesgo para otros medios, como sus estaciones de televisión y radio. Según recordó en sus memorias, “asustada y tensa, tragué saliva y dije: Sigan adelante, sigan adelante. Sigan adelante. Vamos. Publiquemos”. Más tarde, la Corte Suprema, en un fallo histórico, les dio la razón a los diarios en nombre de la libertad de expresión.

Premiada con el Pulitzer

Según reconocía la propia Katharine Graham, cuyas memorias, inusitadamente francas y detalladas, le valieron el Pulitzer, el personaje decisivo en esta materia fue Benjamin Bradlee, a quien conoció como joven reportero en Newsweek y que se convirtió en su brazo derecho como “editor ejecutivo” del diario, equivalente al cargo de director en el caso chileno. Juntos enfrentaron los peores temporales: los Documentos del Pentágono, el Caso Watergate y una larga huelga de los trabajadores del taller.

Este fue un anticipo del gran cambio que venía con la innovación tecnológica y posiblemente –según se recordó ahora- la firmeza con que la propietaria del diario rechazó las peticiones de los trabajadores fue la primera demostración de lo que ahora se llama Nueva Economía. Hace un cuarto de siglo nadie lo sabía y la resistencia a los cambios de los viejos operadores de linotipias y metal fundido (la “composición en caliente”) género ásperas confrontaciones en todo el mundo. En The Washington Post el choque fue violento desde sus inicios. Al comenzar la huelga, un grupo de trabajadores asaltó el taller, trató de incendiarlo y dejó herido a un guardia. Durante los siguientes cuatro meses y medio, las negociaciones siguieron sin resultado positivo, hasta que, al rechazar los trabajadores la última oferta de la empresa, el diario pudo contratar nuevo personal, que incluía representantes de las minorías, tradicionalmente excluidas: mujeres y negros. Era el comienzo del fin de la era iniciada por Gutenberg en el siglo XV y el comienzo de lo que ahora llamamos “la Sociedad de la Información”.

La importancia de este episodio no escapó a Katharine. En sus memorias le dedica el doble de espacio que al Caso Watergate. Más significativamente, es un hecho que después de los cambios producidos, las ganancias de la empresa empezaron a subir. Las economías pueden resumirse en un dato: hasta la huelga, cada rotativa era manejada por un equipo de 17 trabajadores. Desde entonces lo hace con solo nueve. Descrita por el periodista Robert G. Kaiser como “la jefa ideal” porque “les dio a los reporteros lo que necesitaban: independencia”, es posible que otros trabajadores del diario tengan una opinión diferente por este episodio.

Desde comienzos de la década de 1990, Katharine Graham inició su retirada definitiva. Desde la muerte de su marido hasta 1979 tuvo el título de “publisher”, cuyo equivalente en castellano no es fácil, ya que corresponde al responsable de la publicación en su calidad de dueño o representante del dueño. En 1969 asumió como presidenta de la compañía, luego de su transformación en sociedad abierta. Ya en 1998 había dejado la mayoría de los cargos, excepto el de presidenta del Comité Ejecutivo de la empresa, que se podría considerar bastante simbólico en otra persona de su edad –84 años al morir- pero que no lo era en ella. Por algo, en el párrafo final de sus Memorias había escrito:

Agradezco ser capaz de poder seguir trabajando y me gusta tanto mi nueva vida (dedicada a una supervisión general de la empresa y a múltiples obras de caridad), que no echo de menos la antigua. Es peligroso llegar a viejo y empezar a vivir del pasado. Ahora solo pretendo vivir el presente y mirar hacia el futuro”.

Es, sin duda, lo que hizo hasta el último de sus días.

Abraham Santibáñez.

19 de julio de 2001.