Mágico encuentro en Roma

La más notable historia de amor de nuestro tiempo es, sin duda, la que existe entre los jóvenes y el Papa Juan Pablo II.Tierna, apasionada, vehemente hasta el punto de impulsar a la chilena Gabriela Lazo a saltar barreras para llevarle una bandera que depositó sobre sus rodillas, es una historia que cruza continentes y culturas. Los de origen hispánico le gritaron en San Pedro, esta semana, el estribillo que creíamos únicamente nuestro: “Juan Pablo, amigo, el pueblo está contigo”. Otros blandían banderas de todos colores, hacían sonar sus instrumentos y saltaban y reían y lloraban por el privilegio de estar, con otros cientos de miles, en la Plaza de San Pedro, junto al anciano pontífice.

Juan Pablo II tiene cuatro veces más años que el promedio de lo jóvenes peregrinos que atestaban la gran plaza del Vaticano o que “invadieron” diversos lugares de las cercanías de Roma. Para enormes sectores de católicos, es un Papa venido de un mundo lejano, con un idioma duro, sin las armonías del italiano y, sobre todo, implacablemente conservador. En su mensaje condena permanentemente lo que, para muchos, es hoy día sinónimo de juventud: la droga, las relaciones prematrimoniales, la vida fácil en un mundo lleno de tentaciones. Como el viejo Churchill, solo ofrece “sangre, sudor y lágrimas”. Pero nada de eso detiene o reprime a sus jóvenes admiradores. Los jóvenes que esta semana culminaron su peregrinación a la capital del mundo católico, no escatimaron esfuerzos: organizaron todo tipo de eventos para juntar dinero y hacer un viaje donde lo único que sobra es el entusiasmo.

Todos ellos -han dicho unánimemente- quisieran tener la suerte de Gabriela, o de los pequeños grupos que han podido acercarse hasta el Papa y, rompiendo todo protocolo, se han acurrucado junto a él, esperando su caricia y su bendición.

Creo, francamente, que no hay explicación humana para este fenómeno. Pero existe. Está ahí. Y no es nuevo. Lo de ahora es apenas la culminación de un proceso largo, que pudo haber comenzado el domingo de Ramos de 1987 cuando el Papa se reunió con los jóvenes en Buenos Aires, como parte de su viaje a América del Sur. O, más tarde, en Chile y sostuvo en el Estadio Nacional un diálogo irreverente, pero cargado de eléctrico entusiasmo.

Que este mutuo afecto tiene resultados vivificantes, es más que obvio. Al Papa ya lo daban por agonizante a comienzos de los 90, cuando se decía que estaba dejando todo listo para la elección de su sucesor. Pocas veces, sin embargo, se ha visto a un anciano de 80 años, tan atento a la reacción de su público como Juan Pablo II cuando habla y bromea con los jóvenes, los ve danzar, los escucha cantar o simplemente los deja que se acerquen y lo toquen.

¿Por qué lo hacen los jóvenes? Porque lo sienten cerca. Porque se sienten queridos. Y, sobre todo, porque como muchas otras generaciones, encontraron en el Papa polaco un líder que los entusiasma, que los invita al heroísmo en tiempos de comodidad y valores fácilmente desechables. Juan Pablo II no es el primero en despertar estos entusiasmas. Pero sí es el primero, en mucho tiempo, que no es un profeta que ofrece el paraíso en la tierra, ni un guerrillero respetable de causas perdidas.

18 de agosto de 2000.