El dolor de Francisco Javier Cuadra.

Columnista invitado: Manuel Guerrero Antequera
Sociólogo

En su discurso de despedida al cargo de rector de una conocida universidad privada chilena, el otrora vocero de la dictadura militar, Francisco Javier Cuadra, inscribió su experiencia de renuncia a su posición directiva al interior de una virtual tragedia griega. En dicha narración, Cuadra se autoerige como héroe incomprendido, como víctima de las circunstancias, como un Prometeo encadenado por la furia de quienes no están a su altura de hombre excepcional, pero humano, demasiado humano. Así, en un par de frases diligentemente difundidas por losprincipales medios de comunicación del país, el heraldo de la dictadura transformó las legítimas demandas del cuerpo académico y los estudiantes de la Universidad Diego Portales, que exigieron la cesación del ejercicio de su cargo por su vinculación confesa con el encubrimiento de crímenes de lesa humanidad, en un rito revanchista, a través del cual se descargan las culpas colectivas sobre “un inocente en medio de clamores de venganza y de la búsqueda de purificación a través del sacrificio deuno de sus miembros”.

Por los diarios y la televisión pudimos ver a un Francisco Javier Cuadra dolido, comprensivo, empático. De la misma boca que en la segunda mitad de los años ochenta salieron repetidas palabras y mensajes que manipularon a la opinión pública, confundiéndola respecto de los verdaderos responsables de los crímenes que cometían agentes armados del Estado chileno contra connacionales indefensos, ahora afloraron contenidos de clamor por el reencuentro nacional, a través de la igualación de experiencias traumáticas: “Siento que quizás el temor, la angustia, la impotencia y el cerco de la discriminación y exclusión que he sentido en estos días por el trato que he recibido, pudieran ser espejo lejano pero hiriente del sufrimiento injusto que muchos padecieron durante el gobierno del que fui funcionario. Cambian los nombres y las circunstancias, pero el abuso humano es el mismo”.

Debe ser un gran avance para la reconciliación nacional que un personero tan destacado de la dictadura se declare tan comprensivo con quienes vivieron el exterminio que él mismo fomentó, ayudó a implementar y amparó. Y quienes fuimos objeto de sus acciones y omisiones -hijos de prisioneros políticos, ejecutados y detenidos desaparecidos-, debiéramos sentirnos unidos a Francisco Javier Cuadra, por el lazo que otorga el compartir el mismo “temor”, “angustia”, “impotencia” y “sufrimiento injusto”. Su causa, es su mensaje, es la nuestra, pues hay “equivalencia” e “igualdad de condición” en el dolor.

A fines del año 1984, cuando ya ejercías como ministro portavoz de la dictadura, el Ministerio del Interior decretó el estado de sitio -¿recuerdas, cancelación de las libertades civiles básicas, como libertad de reunión, de prensa, y un largo etcétera?-, y a mi casa llegaron, de noche, civiles armados buscando a papá. Tenía catorce años y me mostraron -aun lo conservo, por si la quieres para tu archivo de cultura clásica-, el decreto del Ministerio del Interior firmado por Sergio Onofre Jarpa, en el que dice, sin mayor preámbulo, que mi padre -profesor normalista-, debía ser arrestado, interrogado durante el tiempo que fuera necesario, y luego expulsado del país junto al dirigente opositor Jaime Insunza. Todo ello, eso dice el membrete, a nombre del Presidente del República, de quien tú eras vocero.

Mi padre en ese momento no estaba en casa y desde ese momento tuve que aprender a mentir acerca de su paradero. Esa misma noche mamá me pidió que rompiéramos y botáramos todas las cartas que papá nos había escrito alguna vez, con poemas y dibujos mágicos, y que hiciéramos desaparecer las fotos, pues esto ya les había ocurrido en 1976 cuando papá estuvo en manos del Comando Conjunto. Así es que hoy no conservo ninguna carta de papá y sólo tengo escasas fotos en las que aparezco junto a él. Papá se escondió, tuvo que dejar de dar clases en su liceo en Conchalí y no lo volví a ver, tras muchas semanas, hasta el Año Nuevo.

En esa oportunidad llegó, de forma imprevista, al interior de la maletera de un auto para que no lo identificaran en la calle. Compartió con la familia un par de horas y luego se fue por un par de meses más. No hubo cargos en su contra, no hubo Tribunales de Justicia que lo ampararan, no pudo ejercer sus derechos.

En marzo de 1985, tú seguías en el equipo político en La Moneda, el Gobierno levantó el estado de sitio. Ello permitió que papá pudiera volver a trabajar, pues supongo que no creerás que el “oro de Moscú” nos mantenía alimentados a mi hermana y a mí, y que eran los “cubanos” los que pagaban el gas para el calefón de casa o mis clases de guitarra clásica en el conservatorio. Durante meses comimos porotos, tomamos té y nos bañamos muchas veces con agua fría. Pero, disculpa, todo eso es muy menor a lo que a te ha ocurrido, y muy poco helénico. ¿Recuerdas al general Mendoza? Si trabajaste para y con él. Bueno, fueron carabineros y agentes civiles de la Dicomcar los que nos hicieron todo esto. Pero, Francisco Javier, te comprendo, los académicos y estudiantes de la Universidad Diego Portales son equivalentes a los asesinos de mi padre.

El trato que te han dado, escribir una carta firmada, debe ser muy doloroso. ¿Te enseño a redactar un recurso de amparo? ¿Te pongo en contacto con un psicólogo del Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos para que te ayuden a hacer el duelo? Ahora que tienes más tiempo, quizá podamos ir a terapia juntos.

Publicado en La Nación, el jueves 17 de noviembre de 2005

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