La competencia del Tribunal Penal Internacional

Columnista invitado: Roberto Garretón

En Chile, los dos partidos ligados a la dictadura no asumen los derechos humanos en general, ni el universalismo ni la justicia en particular, ni como valores éticos, ni como ideales políticos, ni como fenómeno cultural, ni como principios jurídicos, ni como fundamento de las relaciones internacionales.

Desde 1945, el concepto de derechos humanos se introduce con fuerza en todos los ámbitos de la cultura y, desde luego, en todas las ramas del derecho: constitucional, penal, procesal, internacional, civil, laboral, militar, policial, etc., incluyendo la filosofía del derecho.

Los principios fundamentales de esta corriente cultural, política y moral son los de la igualdad esencial y la dignidad intrínseca de todos los seres humanos (universalismo), el de no discriminación, el de sociedad democrática y el de la responsabilidad por los más graves atentados a la dignidad humana. Esencialmente, la idea de justicia.

Esta última ha desarrollado el concepto de crímenes de lesa humanidad, noción cuyo origen se remonta a 1868, en la Declaración de San Petersburgo sobre el empleo bélico de proyectiles explosivos, y a 1907, en el IV Convenio de La Haya, de donde es recogido en Nurenberg, la ex Yugoslavia, Ruanda y el Estatuto del Tribunal Penal Internacional (TPI), en 1998. El primer proyecto de Declaración Universal, de René Cassin, proclamaba que no hay garantía para los derechos humanos donde los autores o cómplices de las arbitrariedades no son castigados, o donde no está organizada la responsabilidad tanto de los órganos públicos como de sus funcionarios.

Nadie debiera escapar a este consenso universal. El universalismo de hoy derrotó hace ya tiempo a los nacionalismos decimonónicos.

Pero en Chile, los dos partidos ligados a la dictadura de Pinochet no asumen los derechos humanos en general, ni el universalismo ni la justicia en particular, ni como valores éticos, ni como ideales políticos, ni como fenómeno cultural, ni como principios jurídicos, ni como fundamento de las relaciones internacionales. La idea de justicia les es del todo incómoda y no hay cambios esenciales entre su discurso y obra en aquellos años del que muestran hoy.

Su postura frente al TPI es consecuente con su negativa a integrar la Comisión de Verdad y Reconciliación, su defensa del decreto ley de amnistía, su apoyo al dictador cuando fue encarcelado: ni justicia nacional, ni justicia universal, ni justicia internacional.

Su inicial oposición directa al TPI hoy se presenta como exigencias inaceptables para los demás Estados en el estatuto y que tienden a hacer prevalecer las leyes, los procesos y las sentencias de cualquier tribunal chileno, civil o militar, por sobre el estatuto.

Es verdad y muy correcto que el estatuto prioriza para juzgar un genocidio, un crimen de guerra o un crimen de lesa humanidad al juez nacional. Sí, pero no en caso de fraude, o, como dice el estatuto, si la decisión nacional ha “sido adoptada con el propósito de sustraer a la persona de que se trate de su responsabilidad penal por crímenes de la competencia de la corte”; o hay “una demora injustificada en el juicio que… sea incompatible con la intención de hacer comparecer a la persona de que se trate ante la justicia” (artículo 17). Si el juicio o la sentencia son fraudulentos, el estatuto acepta la competencia del TPI.

Imaginemos que el TPI hubiese estado vigente en Chile en los inicios de los juicios por los crímenes de Orlando Letelier, Tucapel Jiménez, Jecar Neghme o la operación Albania, que estuvieron en las situaciones mencionadas en el citado artículo 17 del TPI. Con las enmiendas aprobadas por una comisión del Senado, estos casos se habrían archivado sin reos. Sin las enmiendas del Senado, habrían sido de competencia del TPI. Sólo la participación de las víctimas, sus organizaciones y abogados y del Consejo de Defensa del Estado (CDE) impidió lo primero.

Si mañana volviesen al Gobierno las autoridades de facto de los años 1973 a 1990, ¿se haría parte el CDE en procesos similares? Ciertamente no.

El pinochetismo no ha perdonado nunca las condenas de la comunidad internacional por sus violaciones de los derechos humanos, llegando a realizar el paranoico plebiscito de 1978 para “rechazar la agresión de Naciones Unidas a Chile…”. Un ofendido embajador de Pinochet anunció -cuando éste fue detenido en Londres– que nunca más aprobarán un tratado internacional. Así ha sido: están pendientes el TPI, el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales, los Protocolos a la Convención sobre la Discriminación contra las Mujeres y a la Convención contra la Tortura, la Convención contra las Desapariciones Forzadas de la OEA, y otros.

Pero ahora quiero pensar, además, en los militares chilenos, en el evento de una guerra (si no existiera la eventualidad, disolvamos las FFAA). Si un militar chileno es víctima de un crimen de guerra en el extranjero, ¿quieren los senadores que el criminal sea sometido a juicio en su propio país con el propósito de sustraerlo de su responsabilidad penal, porque con el récord de los tribunales militares chilenos nadie lo va a entregar a Chile? O, al revés, si un chileno comete un crimen de guerra en el exterior, ¿estaría el Senado dispuesto a que sea juzgado por los tribunales militares del país de su víctima, pues a Chile no se lo entregarán precisamente por la reserva llamada declaración interpretativa? En ambos casos creo que es mejor para las víctimas, para los victimarios y para los Estados involucrados que el juzgamiento lo hiciera un tribunal independiente, como el establecido en el Estatuto de Roma.

Tampoco es válido el argumento de la intromisión o invasión de la soberanía que invocan los nacionalistas. Ratificar o no un tratado -éste o cualquiera- es, obviamente, un acto soberano, de modo que invocarlo sólo en los tratados de derechos humanos -y no en los comerciales- es un sin sentido. Ni puede sostenerse que los jefes de Estado de Gobierno y parlamentarios de casi un centenar de Estados partes del estatuto violan sus soberanías.

Publicado en La Nación, Martes 22 de agosto de 2006.

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