Los viejos atacan de nuevo

Columnista invitado: Guillermo Blanco

Pocas ideas son más relativas que la de vejez. Para el niño de parvularia, la miss de su curso ya es “la vieja” a los veintidós. Esta vieja pololea con un ancianito tres años mayor que ella y, sin embargo, por ahí andan muy tomados de la mano. A la mamá del párvulo, esta miss le cae mal, justamente por lo bien que le cae a su marido. Y el marido nunca olvida sus deberes hacia el colegio: vive en contacto con la educadora “para lo que se ofrezca”, aunque ella no ofrezca nada.

Así comienza el asunto.

Con la edad sucede igual que con los puntos cardinales: ser mayor o menor depende de dónde esté el que habla. La persona que viaja de Miami a Nueva York, va para el norte. La que hace el camino inverso, va al sur. Suiza está al este de Francia pero al oeste de Austria. El hombre que mira desde los treinta a un cuarentón, lo considera provecto. Si eso le ocurre a una mujer, para empezar no reconoce sus treinta hasta tener treinta más. Ni los declara en la aduana: trata de pasarlos de contrabando.

En el caso de los varones hay una forma de saber el momento en que toman conciencia de haber envejecido: es cuando significa lo mismo que digan “un señor de edad” que “un señor de mi edad”. Lo peor es lo fácil que le entienden. Esto resulta casi tan alarmante como cuando alguien se encuentra con otro alguien que lo saluda y exclama: “¡Pero qué bien está usted, don Fulano!” poniendo cara de sorpresa ante la inesperada comprobación.

De igual orden son los comentarios:

-¿Viste? Nombraron obispo a este cabro Santa Cruz, que estaba conmigo en primero.

-Querrán rejuvenecer a la Iglesia.

-La cosa es que no exageren.

No podría llamarse vejez-ficción el encuentro de dos amigos que votaron por don Pedro Aguirre Cerda en la elección de 1938. Después de los “¿Cómo estay?” y los “Masomenos”, ambos empiezan a ponerse mutuamente al día respecto a sus amistades. “¿Has sabido del Guatón Miranda?”. “Miranda pero no viendo: se ahoga en sus propias cataratas”. “¿Y el Sopaipilla Adraza?”. “Se murió el año pasado”. “¡Pero si yo lo vi en enero, muerto de risa en su silla de ruedas con motor fuera de borda!”. “¿Bah?: me habían dicho que estaba medio gagá”. “¡Gagá! Pregúntale a la enfermera”.

Hay cosas que envejecen a los viejos. Un esguince los vuelve cojos. Sus olvidos comienzan a andar a la orden del día: pierden horas buscando los anteojos que llevan puestos. De repente no recuerdan qué diablos buscan... y para ver más claro parten tras los mismos anteojos. Pero una picada de araña simplemente los rejuvenece. Nanas y cuidadoras, y alguna que otra vecina, lo pueden atestiguar.

Contra lo que suele creerse, la desmemoria no es necesariamente signo de que una persona esté envejeciendo. Da lo mismo qué edad tiene un estudiante flojo: olvida sus tareas igual que un adulto olvida sus deudas. Albert Einstein, un clásico de las distracciones, se evadía del mundo con la misma facilidad cuando chico que después de titularse de genio. Ya famoso, retrocedió en el tiempo y se volvió juguetón: en una célebre foto aparece con sus canas y su bigote sacándole la lengua a alguna ecuación incuadrable. O a los que tratan de entender su teoría de la relatividad.

El tiempo pasa y no hay que ser “señor de edad” para saberlo. Como decía un nostálgico, la vejez ya no es lo que fue. En épocas remotas, los mayores eran objeto de consultas por quienes carecían de su experiencia. Incluso, algunas tribus, llegaron a instituir Consejos de Ancianos.

Sería difícil apreciar hoy como resultarían los consejos de esos Consejos. Por algo es que hemos llegado hasta donde estamos. Lo verdaderamente curioso, mirado desde el punto de vista de hoy, era que la gente sentía -y solía demostrar- eso que llaman respeto por las canas.

Si quiere averiguar en qué consistía, consúltelo en la página web de Internet (www.rarezasobsoletas.com).

La sociedad actual se ha liberado de este tipo de supersticiones. Ningún viejo en su sano juicio espera que le den el paso en ninguna parte. Se quita para que los jóvenes circulen a la velocidad y en la dirección que quieran. O se deja atropellar en la demanda. El joven, a su vez, tiene claro que una misión del viejo en el mundo contemporáneo es dejarse cruzar por delante o recibir empellones. A diferencia de la antigüedad, el joven no se excusa por atropellar. Debería excusarse el viejo, por estar ahí. La culpa del incidente no recae sobre el atropellador, sino sobre el atropellable.

También: quién lo manda.

Publicado en La Nación, Miércoles 25 de julio de 2007

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