Otro Juicio.

Columnista invitada: Leila Gebrim Kozac
leilageb@yahoo.com.br

Qué pena siente el alma
Mi amiga Patricia creía en los ángeles y yo también. Ahora estoy segura de que Chile y yo tenemos uno que velará siempre por nosotros.

Querida Violeta: perdóname el atrevimiento de usar tus versos, pero creo que te sentirás halagada al saber que me apoyo en ti para honrar la partida de mi amiga Patricia Verdugo.

La primera vez que la vi, en los 70, fue en una reunión. Mis ojos quedaron hipnotizados por aquellos luceros negros y aquella boca sensual que eran su registro personal en lo físico. Nos presentaron y nos hicimos amigas, unidas todavía más por la común amistad de otra inolvidable mujer, la periodista Marcela Otero.

Ambas me acogieron y me dieron fuerzas para entender los duros momentos por los cuales atravesaba nuestro Chile. Con ellas a mi lado, todo se hizo más comprensible y tolerable. La brasileña había encontrado a sus hermanas de lucha.

Una noche, creo que ahí por el 83, fui a casa de Patricia. La encontré en el dormitorio, escribiendo al lado de la cuna de su hijo recién nacido. Me mostró el contenido de lo que escribía. Al terminar la miré y dije: te pueden matar por esto, dulce mía. Me contestó: Ojalá que no, pero Chile tiene que saber la verdad. Meses después, en las veredas de Ahumada, escuché el grito: "No pierdan, compren Los Zarpazos del Puma". Sentí no sólo orgullo de ser amiga de esta mujer menuda, inteligente y valiente, sino que, por primera vez, el tirano temblaba. Patricia sería parte de la historia de Chile... hecho que no la preocupaba en lo más mínimo. Lo que la hacía seguir, día tras día, con su doloroso trabajo de investigar, denunciar y escribir era su compromiso con su pueblo, con su país. Creo que pocas personas amaban a Chile en su totalidad como Patricia. En la intimidad de nuestra amistad criticaba todo lo que le parecía que aún faltaba, lloraba las penas de la impunidad o el abuso, buscaba las formas de devolver a las Fuerzas Armadas el amor de su pueblo, sin con eso consentir en lo más mínimo en acallar, ocultar o permitir el menor asomo de impunidad a los culpables. Buscaba sanar no sólo sus dolores, sino el de todo su país.

Patricia no era una persona perfecta, nadie lo es. Aun así, fue y será siempre la mujer más admirable y querible que Chile me regaló. Tímida con sus emociones personales, transparente con sus ideas políticas, delicada y firme con sus afectos, iba demarcando su camino, casi segura de que moriría joven, como me dijo hace quince años. Cuando supimos del cáncer hace más de dos años, decidí que lo que yo quería era estar con ella, compartir con ella, recibir de ella todo lo que pudiera. Sabía que ella lucharía por seguir viviendo mientras hubiera tareas personales inconclusas. Fue terminándolas una a una, con paciencia, cuidado, reserva y dignidad. Fui bendecida, como algunos otros, al tener y poder darle afecto durante 30 años. Al saber que mi madre me necesitaba en Brasil, lo conversamos y nos despedimos, sabiendo que era para siempre. Pero ella, generosamente, me quería con mi madre.

Patricia dedicó su vida a investigar la pesadilla que llevó su pueblo a tanto dolor, para que así no se repitiera jamás. Esto sin dejar nunca de ser mujer, esposa, madre y amiga. Mi amiga creía en los ángeles y yo también. Ahora estoy segura de que Chile y yo tenemos uno que velará siempre por nosotros.

Viernes 18 de enero de 2008

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