Dos pueblos en el laberinto

El domingo pasado Mohammed Nasr, un joven palestino de 28 años, entró al café Wall Street en Kiryat Motzkin, en las afueras de Haifa. Levantándose la camisa mostró, en un gesto de desafío, el cinturón de explosivos que iba a detonar. Se frustró así la efectividad del ataque suicida: el encargado del local, reaccionando con rapidez, le arrojó una silla, logrando sacarlo casi por completo del local. Aparte de Nasr, muerto de inmediato, la explosión solo produjo heridos.

Las represalias no se dejaron esperar. El lunes las tropas de Israel entraron en Jenin, descrita por un diario británico como “la capital” de los atentados con bombas. Ocuparon la sede del gobernador local y demolieron una estación de policía. Luego se retiraron. El miércoles en la madrugada, en Hebrón, un grupo selecto del Ejército israelí esperó desde el amanecer que otro joven palestino -Imad Abu Sneina, de 25 años- saliera de su casa. Poco antes de las ocho de la mañana lo acribillaron a tiros.

Esta es una guerra en la cual nadie da explicaciones ni pide disculpas.

De acuerdo a versiones periodísticas, la familia de Mohammed Nasr, el joven suicida, estaba contenta: “No logró matar a ningún israelí, dijo un pariente no identificado, pero los ha hecho asustarse. Queremos que se den cuenta de que en ninguna parte van a estar seguros”.

A su vez, el ministro de Defensa de Israel, Binyamin Ben-Eliezar, justificó las acciones de represalia diciendo que “esto no es un chiste.... Hay un límite para lo que puede soportar un pueblo”.

Poco después de diez meses de iniciada la nueva “intifada”, esta última etapa de la desigual guerra entre palestinos e israelíes, el escenario parece listo para nuevos y peores enfrentamientos. Hasta ahora han sido inútiles todas las gestiones de paz y nadie parece atender los reiterados llamados al cese del fuego. Los atentados suicidas no cesan, haciendo que la opinión pública israelí, conmovida, perciba que sus jóvenes no sólo pueden morir en el frente, sino también en una discoteca, en un café o en una pizzería. Al mismo tiempo la reacción del gobierno de Israel, consistente en el asesinato selectivo de quienes han sido identificados como líderes terroristas, siembra dolor y renovados deseos de venganza. Ni una ni otra respuesta corresponde, por cierto, a lo que se podría llamar una guerra civilizada, si es que eso existe.

Lo que pocos en Medio Oriente parecen comprender es que este estado de cosas sólo puede empeorar. Mientras sigan los enfrentamientos indirectos entre jóvenes suicidas cargados de explosivos y jóvenes soldados dispuestos a matar terroristas obviando toda forma de juicio, aumenta la posibilidad de una guerra total. Y esta vez, al revés de las anteriores, serían los palestinos y no los judíos los que tendrían la simpatía de la opinión pública mundial.

La primera demostración del eventual cambio en el favor internacional debería producirse pronto, luego que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas trate el tema de las incursiones de las tropas de Israel en territorios palestinos. Todo parecía indicar esta semana que, por primera vez, la organización internacional apoyará el pedido árabe de enviar observadores internacionales, petición que hasta ahora fue rechazada por Israel con el refuerzo del veto norteamericano.

Publicado en el diario El Sur de Concepción el 18 de agosto de 2001