Lucía, la fuga de la hija rebelde.

La familia Pinochet Hiriart sigue dándonos sorpresas.

No debía ser así. Cuando el joven oficial Augusto Pinochet Ugarte pololeaba en la plaza de San Bernardo, ciudad a la que se podía viajar en tranvía desde Santiago y donde la vida se deslizaba a paso lento, sus expectativas difícilmente iban más allá de las de la incipiente clase media. Años más tarde, ha contado Belisario Velasco, cuando ya con más jinetas, pasaba a buscar a su regalona, Lucía, que oficiaba de secretaria de Velasco, se sentaba pacientemente a esperarla. Lejos estaban sus legendarios arrebatos de mal humor que más tarde le costarían el cargo a algún colaborador no avisado. Quizás también hubo sacrificios mayores –como lo prueba la historia del mundo- en el altar levantado en torno a los estados de ánimo del “Jefe”.

Hasta la víspera del 11 de septiembre de 1973 los Pinochet Hiriart no estaban destinados a ocupar mucho espacio en los libros de historia.

Augusto cultivaba, casi como un rasgo de distinción, su declarado amor a la lectura. Se proclamaba, además, historiador aficionado. También ofició como teórico de la geopolítica, aunque en su tiempo se demostró que tomaba mucho –no siempre reconociéndolo- de Friedrich Ratzel y Karl Haushofer, ilustres maestros alemanes en la materia. En sus ratos libres, haciendo honor a la fama del chileno machista, también vivió historias extra-matrimoniales. Una de ellas se convirtió más tarde, según varias confidencias, pero sobre todo por el relato de Mónica Madariaga, en la clave para doblegar su voluntad. Cuando un subordinado quería lograr algo, le he escuchado por lo menos a tres testigos, había que pedírselo que lo hiciera “por Piedad”. El recuerdo de este romance siempre lo enternecía, asegura una periodista que le preguntó acerca de la misteriosa rubia que conoció en Ecuador. En reciprocidad, el tema invariablemente despertaba el enojo de Lucía Hiriart.

Este 2006, el final de la historia que empezó con aires de gesta en 1973, es patético. La magia duró exactamente hasta 1998, el año del derrumbe cuando, detenido en Londres, se vio que Augusto José Ramón, como el emperador del cuento, estaba desnudo y que sus reiteradas amenazas ya no tenían respaldo. Pese al último gesto de desafío, el que protagonizó a la llegada a Santiago, cuando se levantó de su silla de ruedas y salió caminando por la losa del aeropuerto, nunca más volvió a ser el de antes. Peor aún: nunca más se le vio como antes. Asediado en el mundo entero por el tema de los derechos humanos, en Chile lo procesaron, además, por no pagar impuestos.

Para sus últimos admiradores, no pocos todavía, cayó entonces la última máscara. Los que le habían perdonado todo, los que no se conmovieron por las muertes, las torturas, el exilio y los sufrimientos de tantos inocentes, se sintieron ultrajados personalmente.

Ahora el clan familiar está más solo que nunca. Y, como última sorpresa, Lucía Pinochet, la hija mayor, la que siempre estuvo más cerca del centro político y que se relacionaba con más soltura con los periodistas y los medios de comunicación, optó por reaccionar –rebelde- contra la Justicia yéndose del país antes de ser notificada de su procesamiento. Con su arriesgada apuesta tal vez quería encontrar más allá de nuestras fronteras la comprensión, simpatía y apoyo, incluso financiero, que no tuvo aquí.

26 de enero de 2006

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