El trágico “once” de los suecos

El euro, la moneda común europea, cobró el jueves su primera víctima fatal. De ahora en adelante, probablemente por mucho tiempo, el 11 de septiembre no será más en Suecia el sinónimo del quiebre de la democracia en Chile o del ataque contra las torres gemelas en Nueva York. Será, simple y dolorosamente, el día en que murió Anna Lindh. La espigada y rubia canciller de juveniles 46 años del gobierno Social Demócrata, fue brutalmente acuchillada el día anterior. Pese a los esfuerzos médicos –una operación que se prolongó por diez horas- murió en la madrugada del jueves.

A las nueve de la mañana de ese día, los ciudadanos de Estocolmo chocaron literalmente con la noticia al ver su bandera a media asta en los edificios públicos. Anna Lindh era conocida por sus frecuentes apariciones en foros públicos y en la televisión y se la consideraba la segura reemplazante del Primer Ministro, Goran Persson. Su última batalla –que podría ser la causa de su asesinato- la libró en favor de la aprobación del euro en un plebiscito programado para el domingo 14. Las encuestas, hasta ese momento, eran negativas: entre 47 y 51 por ciento de los suecos se manifestaban en contra de la introducción del euro. Aparentemente, según versiones periodísticas, los suecos temen que su entrada en plenitud en la economía europea los introduzca también a sus vicisitudes. Curiosamente, entre los partidarios del “si”, no faltaban los que –según un reportaje del diario francés Liberation- creen que con la moneda única podrán combatir los males de la globalización “desde dentro”.

Pese a la intensidad de la campaña, nadie imaginaba que pudiera producirse un incidente serio, menos un crimen. Como han destacado todos los comentaristas, Suecia, igual que el resto de los países nórdicos, es de los pocos lugares donde los políticos se mezclan con las multitudes sin escoltas. Por eso el impacto de la muerte de Anna ha sido tan brutal.

A ello hay que sumar, inevitablemente, el recuerdo del asesinato, igualmente inesperado, inexplicado y nunca aclarado, de Olof Palme, el 28 de febrero de 1986.

Esa vez se acusó a un drogadicto de 50 años, Christer Petterson, de ser el responsable del ataque con arma de fuego contra Palme a la salida de u n cine. La falta de pruebas obligó, sin embargo, a dejarlo en libertad, con lo que se ahondó el misterio. Palme, un abogado de los derechos humanos en el mundo, igual que Anna Lindh, podía haber sido atacado por extremistas suecos de derecha, los kurdos, algún servicio secreto (se mencionaron la CIA, el KGB y el Mossad) o la inteligencia de Sudáfrica todavía bajo el régimen segregacionista.

Más que el tema del euro, importante pero que no parece capaz de provocar un crimen, salvo en un sicópata, Anna Lindh probablemente irritaba a los mismos grupos que pudieron estar tras el atentado contra Palme. Era, dijo el secretario de prensa de la Casa Blanca, “una incansable abogada de la libertad y la paz”.

En este papel había condenado la acción anglo-norteamericana contra Irak (liderada por George W. Bush, “un llanero solitario”, según su dura definición) , aunque estaba dispuesta a aceptar el uso de una fuerza multinacional contra Sadam Hussein. Otro blanco reciente de sus críticas había sido el presidente actual de la Unión Europea, el Primer Ministro Italiano Silvio Berlusconi, muy poco popular –más exactamente: muy impopular- en amplios sectores de opinión. Anna Lindh, en cambio, como la definió Peter Eriksson, dirigente del Partido Verde sueco, era popular: “Elevó el perfil de Suecia en una Unión Europea y ganó una gran reputación por su capacidad y por ser una gran negociadora”, dijo.

No era esa, claro, la opinión de quien la asesinó a puñaladas.

12 de septiembre de 2003

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