Editorial:

¿Sufrimientos inmerecidos?

Santiago, 20 de Noviembre de 2005

El ceremonioso saludo, conforme a tradicionales protocolos militares, que se hicieron los generales retirados Augusto Pinochet y Manuel Contreras al encontrarse por primera vez después de diez años de distanciamiento, no basta para esconder el dramatismo del momento. No fue la amistad ni la camaradería de dos viejos soldados lo que los reunió sino un imperativo judicial: un juez quiere –y por primera vez tiene la posibilidad de hacer valer su autoridad- que esclarezcan su participación en la Operación Colombo. Uno de los convocados ya ha sido condenado por otros crímenes; el otro, finalmente, puede ser procesado.

Es triste que haya pasado tanto tiempo hasta llegar a esta histórica encrucijada. Que tantas víctimas hayan muerto con la angustiosa sensación de que los crímenes quedarían impunes; que tantos dolores se ahogaran en la enfermedad y la desesperación antes de que la justicia se hiciera cargo de su esencial tarea. Es triste, pero también reconfortante. Después del menosprecio inicial, la consiguiente arrogancia y de tanto fingimiento después, se ha restablecido el orden mínimo para garantizar nuestra convivencia: los acusados deben responder ante la justicia y si se les encuentra culpables, pagar por los delitos.

Este no es un período fácil, y para nadie es cómoda la situación. Gracias al paso del tiempo, muchos responsables de las violaciones de los derechos humanos han rehecho su existencia y ahora alegan o sienten que tienen derecho a llegar al final de sus días en tranquilidad. Parece comprensible, cuando uno los ve cargados de años y enfermedades. Pero, la reparación mínima que todavía les debemos a las víctimas, es recordarlas como eran.

Igual que los cuatro asesinados en la noche del atentado contra Pinochet en septiembre de 1986, a los detenidos desaparecidos y de los torturados y expulsados o relegados, se les destrozaron brutamente sus proyectos de vida, sus ilusiones, sus relaciones familiares. Los sufrimientos de los victimarios no son inmerecidos. Son el resultado de un largo proceso en que inicialmente creyeron haber clavado la rueda de la fortuna y, luego, cuando los chilenos demostramos nuestra voluntad de recuperar la democracia, simplemente obstaculizaron la labor de la justicia, exagerando el uso de los recursos legítimos, los mismos que siempre negaron a los adversarios, y finalmente evitando todo reconocimiento del inmenso daño producido.

Pedir compasión, como lo hace el abogado Pablo Rodríguez, o escabullir las responsabilidades del mando, como quiere ahora Manuel Contreras, es simplemente prolongar la agonía. Y mientras sigan sus querellas, habrá otros, especialmente los civiles que medraron en las sombras, que seguirán gozando de lo que cosecharon en los años de dictadura.

Abraham Santibáñez

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