Editorial:

La muerte del Papa: más el ruido que los contenidos

Santiago,  10 de Abril de 2005

Lo que ocurrió en torno a la muerte de Juan Pablo II revela las grandezas, las emociones y las limitaciones de nuestra sociedad. Grandioso fue, sin duda, el reconocimiento, no sólo de los creyentes chilenos, del decisivo papel que jugó el Papa tanto en la paz con Argentina como en el cumplimiento del programa de transición a la democracia. Conmovedor ha sido el recuerdo de la sensibilidad que con que ejerció su investidura, un cargo que normalmente aísla en una torre de marfil de la cual difícilmente puede salir el Santo Padre.

Las limitaciones que marcan nuestra vida en sociedad y que han salido a la luz con más fuerza que nunca van desde la intolerancia ante toda crítica al aplauso sin reservas. En este caso, en los primeros días hubo un rechazo frontal a toda observación disonante, tanto al Papado como a la Iglesia Católica, que solo más tarde ha dado paso a un debate algo más abierto. Del mismo modo, es parte de nuestra cultura del rebaño la aceptación aparentemente entusiasta de la atosigante cobertura informativa, caracterizada por el desconocimiento, la reiteración de algunos conceptos y, en suma, por una paradojal pobreza si se considera la cantidad de recursos empleados.

Ante la muerte del Papa, como suele ocurrir en estos casos, surgió el coro de voces conmovidas que ya piden monumentos, rebautizos (de calles, aeropuertos y otros lugares por donde pasó Juan Pablo II). Olvidan, sin embargo, la energía con la cual este mismo Papa que ya quieren canonizar les dijo a los empresarios y a los líderes políticos que los pobres no podían esperar. Prefieren creer que su defensa de la vida y la condena de cualquier forma de discriminación es parte del lenguaje protocolar del Vaticano. No le dan importancia a su reivindicación del mundo del trabajo. Pasan por alto que el Papa tuvo más palabras en defensa de la dignidad de la mujer de las que están dispuestos a escuchar muchos “líderes de opinión”. No asumen que pidió, incansablemente, que hubiera paz en el mundo.

Quienes criticaron al Papa Wojtyla porque lo consideraban demasiado conservador, defienden, sin duda, posturas legítimas. Pero resulta desafortunado que esas observaciones obscurezcan muchas afirmaciones suyas en que reiteró aspectos revolucionarios del mensaje cristiano o incursionó en áreas hasta ahora poco exploradas.

Lo que recordarán los pobladores de La Bandera, los enfermos terminales del Hogar de Cristo, las madres que estuvieron a punto de perder a sus hijos en una guerra felizmente abortada en el último minuto o miles de niños que jugaron con la capa del Papa o de jóvenes que se conmovieron el idealismo de sus llamados supera cualquier crítica.

Ese legado es también –categóricamente- mucho más vasto y mucho más trascendental que el escaso contenido que nos dejó la agobiadora cobertura de nuestros medios informativos.

Abraham Santibáñez

Volver al Índice