Editorial:

La última oportunidad de salvar los grandes sueños...

Santiago, 5 de Noviembre de 2002

Las determinaciones del Presidente Ricardo Lagos para enfrentar la ola de denuncias de corrupción que empañó el horizonte de su gobierno parecen encaminadas en la dirección correcta. La idea de que en esta materia no debe haber contemplaciones y que debe castigarse a los responsables, “caiga quien caiga”, ha generado la esperanza de que realmente se quiere aplicar mano dura.

No podía ser de otro modo.

El gobierno tiene a su favor el hecho de que no aparece involucrado, de manera directa o indirecta, en ningún manejo oscuro. Es un punto positivo. Pero no es suficiente frente a los muchos aspectos negativos que han aflorado en estos días. Lo más grave, sin duda, es la sensación generalizada -injusta, ciertamente- de que “los políticos” son venales y corruptos o, como se ha dicho en algunos comentarios, que quienes lucharon contra la dictadura solo pretendían disfrutar de las prebendas y ventajas que genera el poder.

Son acusaciones que no resisten ningún examen. Pero que hacen daño a la democracia. Por ello es tan necesario que la reacción presidencial sea a fondo y sin contemplaciones.

Después de todo, lo único que verdaderamente ha cambiado es que hoy tenemos la posibilidad cierta de la denuncia y del conocimiento público. Un periodista que denuncia y un lector que exagera la crítica no corren hoy día otro peligro que el de una respuesta, a veces airada, de quien es acusado y, eventualmente, un recurso ante los tribunales. Es la ventaja, inconmensurable, del juego democrático y de la expresión libre de las ideas y opiniones.

Vivir en democracia no significa ser inmune a los problemas. Sólo implica que los errores y desaciertos se conocen, se denuncian y se les pone remedio, haciendo intervenir a la justicia si es el caso.

Esta es la gran lección de estos días.

Junto con ella, se impone una reflexión: a medida que se aproxima la mitad de su mandato, el Presidente de la República debe reconocer que sus posibilidades de maniobra se hacen cada vez más estrechas. Esta es, con seguridad, la última oportunidad de que el tercer gobierno de la Concertación deje una impronta positiva en nuestra historia. Ricardo Lagos, que ha tenido el mérito de mirar a largo plazo, más allá de su período presidencial, fijando la meta en el bicentenario, podría verse reducido a la condición de un simple administrador de la segunda mitad de su gobierno. Y, lo que sería peor, la coalición que se impuso en el mítico plebiscito de octubre de 1988 terminaría por desbandarse y con ella las esperanzas de una generación estarían diluyéndose sin pena ni gloria, otra gran oportunidad desperdiciada, una más entre las muchas que ha tenido Chile en su historia.

Abraham Santibáñez

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