Editorial:

El Verdadero Dilema del 16 de Enero

Nuestra encrucijada de hoy no es como las de los años 60 y 70, es la de una sociedad que se puede inflamar fácilmente con una retórica fácil y mucha falta de información, en especial sobre los medios de comunicación.

Ningún político ni personaje con aspiraciones de figuración pública se atrevería hoy a discutir algunos principios básicos de la democracia, especialmente el de “un hombre, un voto”. La gran aspiración de los tiempos modernos -lograda, a veces mediante muy dolorosas batallas, en el siglo xx- fue la de asegurar el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Y, a pesar de sus deficiencias, una y otra vez se demuestra el acierto de Churchill: no hay mejor sistema que el democrático.

Con todo, parece llegado el momento, no de revisar los conceptos de fondo, sino las eventuales debilidades que se puedan anidar en esta grandiosa concepción. El siglo XXI, haya empezado ya o no, aparece amenazado por peligros que no se divisaban después de la Segunda Guerra Mundial, cuando las democracias se habían impuesto sobre el totalitarismos hitleriano.

Las dificultades que enfrentan muchos regímenes latinoamericanos, después que pasó “la hora de la espada”, como la llamó Leopoldo Lugones, nos dicen que no basta con asegurar elecciones limpias y realizadas periódicamente. Y el mismo mensaje nos llega de otros rincones del mundo. Los problemas de Rusia, de otras repúblicas escindidas de la antigua Unión Soviética o de la ex-Yugoslavia, nos hablan de nuevos problemas, no previstos ni imaginados hasta ahora. En Africa y en Asia se enfrenta una variedad de situaciones que tampoco habla bien de los ideales democráticos en sociedades no bien formadas y poco informadas.

La corrupción no es sólo un problema de países con una tradición feudal: el ex canciller alemán Helmut Kohl enfrenta a la justicia por uso impropio de fondos electorales y en Italia, en Bélgica, y en varios otros países donde la democracia parece consolidada desde hace décadas, se enjuicia o ha enjuiciado hace poco a altos dignatarios políticos que abusaron del poder y la influencia de sus cargos.

La conciencia ética.-

La primera consideración, ante este panorama que podría resultar abrumadoramente desolador, es la necesidad de reforzar ciertos principios éticos elementales y poner en marcha adecuados mecanismos de resguardo. Más que leyes estrictas, que muchas veces ahogan la iniciativa y favorecen el letargo burocrático, lo que debe incentivarse es la iniciativa responsable, en la que no haya lugar al lucro personal indebido.

Pro obviamente con una actitud ética basada en la responsabilidad personal no basta. O se podría exponer a la sociedad a lo abusos como los ocurridos en Rusia donde una nueva clase, más bien una mafia sin escrúpulos, se aprovecha precisamente de las libertades emergentes para enriquecerse e imponer su ley. Para evitar estos excesos, la liberación económica en China ha sido como la que hubo en Chile durante el régimen militar: mucha libertad en algunos ámbitos, ninguna en otros, como en el campo de la política, la libertad de expresión o la fe y la conciencia. Ciertamente se aplican con rigor las medidas de saneamiento, como en los años del Terror en Francia, se llega fácilmente a la condena a muerte o la cárcel.

Pero la peor amenaza para la democracia, hoy, parece estar en el surgimiento de nuevas figuras que, se pretexto de representar una visión renovada, sin los vicios del pasado, especialmente en lo político, despiertan flamígeros, aunque fugaces entusiasmos. Se trata de personajes que, por lo menos en América Latina, han llevado a tensas encrucijadas, como en Brasil (con Collor de Mello) o Ecuador (Abdalá Bucaram), y podría ser el caso de Venezuela (con Hugo Chávez) o a presidente reelegidos gracias al peso del poder, que representan otra forma de abuso antidemocrático de principios aparentemente democráticos: Menem y Fujimori, por ejemplo.

La condición que falta.-

La clave de estas situaciones parece estar en el surgimiento de un nuevo electorado, distinto del que hace casi dos siglos soñaba fray Camilo Henríquez desde las páginas de La Aurora de Chile. La debilidad básica de esta nueva sociedad de masas parece residir en que, cuando vota, y no siempre le interesa hacerlo, lo hace porque sabe que su voto es libre y secreto, es decir, no le genera compromisos personales ni consecuencia alguna, de ningún tipo. Y por lo tanto, pasa por alto o le da muy poca importancia, a una tercera condición necesaria en el ejercicio electoral: la de que, además de libre y secreto, sea informado.

Por una paradoja a la que habría que buscarle explicación, iniciada ya la era de la Información, los ciudadanos del mundo -y los de Chile, por cierto- no están bien informados. Confunden la entrevista agresiva con la tradicional tarea inquisidora del periodista; no perciben que, debido a la televisión, sólo lo que se puede traducir en imágenes y capta rating, llega a las pantallas; no saben que a lo largo de la segunda mitad del siglo XX se impuso el concepto de la entretención en la mayoría de los medios de comunicación, en especial los audiovisuales...

Necesidad de formación crítica

Este público, que no recibe en la educación formal una información crítica sobre los deberes y derechos del ciudadano frente a los medios de comunicación, es inflamable y volátil. En un país como Chile, donde hay evidentemente un gran consenso en cierta políticas básicas, especialmente económicas, donde ya pasó la hora de los extremismos de izquierda o derecha, el nuevo siglo puede empezar bajo otras interrogantes e insuficiencias.

La rebelión de las masas, como la llamaba Ortega y Gasset, parece haber triunfado, pero, como toda revolución, corre el riesgo -no inevitable- de empezar a devorar a sus hijos. La indiferencia electoral, la no participación, las ilusiones fáciles no son algo lejano en un país como Chile.

Durante muchos años, la prédica contra la democracia, contra los partidos políticos, el énfasis en las soluciones rápidas (como la eliminación de la UF, que convirtió en su momento en un fenómeno electoral a Francisco Javier Errázuriz Talavera) han ido erosionando la bases de la verdadera estabilidad democrática. Hoy el dilema no está entre el cambio y “más de lo mismo”. No está, como creíamos en los años 60 y 70, entre un futuro con cadenas o una sociedad libre. Está entre la desilusión frente a las promesas que ningún gobierno está en condiciones de cumplir, y la realidad dura del esfuerzo p`propio, apoyado por la autoridad, pero nunca reemplazado por ella.

Abraham Santibáñez