Editorial:

El retorno del vitalicio y el cascabel del gato

Está claro que no es la primera vez que los estrategas comunicacionales del Ejército idean una manera de poner en aprietos a un gobierno civil, quedando justo al borde de la raya. La primera vez fue el Ejercicio de Enlace. Luego, todavía en tiempos de Patricio Aylwin, vino el “boinazo”. Frei Ruiz-Tagle sufrió las incertidumbres del retiro que era y no era del entonces comandante en jefe del Ejército. La maniobra del viernes 3 de marzo será, probablemente, la última protagonizada por el capitán general. Pero –transmitida al mundo “en vivo y en directo”- fue mucho más allá de las expectativas de quienes lo esperaron con banda militar y alfombra roja y le organizaron una escolta en tenida de combate y armas ad-hoc.

Los simbolismos en juego son múltiples. Pero hay dos que considerar en primer lugar.

Por una parte, el propio senador vitalicio –todavía sedado, según dijo el médico de la FACH que venía en el avión- no pudo dejar de estar a la altura del lugar que se auto-asignó en la historia desde el 9 de septiembre de 1973, según ha dicho a un grupo de entrevistadores de la Universidad Finis Terrae. Pero, por otra parte, los pinochetistas de dentro de las Fuerzas Armadas -que durante año y medio mascaron la impotencia de no poder ir a Londres a liberarlo; sufrieron por tener que cometerse al poder civil, y ver que sus aliados civiles no le hacían asco a un juicio en Chile como mal menor- necesitaban entregar un mensaje categórico.

Es la clásica simbología castrense que tanto nos cuesta entender a los civiles. Frente a aquél que un día les aseguró que “si tocan a uno sólo de mis hombres, se acaba el estado de derecho”, querían decirle que tenían listos sus “corvos acerados”, o sus rifles de asalto, para protegerlo y –también, sobre todo- para protegerse.

Como se ha dicho, el general Ricardo Izurieta perdió la mejor oportunidad de fijar claramente la diferencia entre un soldado democrático y uno que no disimula su añoranza del pasado. Pero no es solo cuestión de deseos. ¿Podía, realmente hacerlo?

Desde octubre de 1998, en un esfuerzo que hasta ahora nadie conoce en su exacta medida, se logró acallar cualquier exabrupto, sin que afloraran las corrientes subterráneas pero ¿por cuánto tiempo más?

Sólo el tiempo nos dirá si este gesto de desafío, es apenas el comienzo de una etapa de tiranteces y tensiones, o el final de una aventura que –para todos los efectos reales- comenzó en setiembre de 1973 cuando el más cauto y hasta entonces reticente de los altos mandos –el general Pinochet- se plegó finalmente al golpe militar.

No es sólo tarea del nuevo Presidente de la República poner orden en esta materia. Deberán actual los poderes judicial y legislativo. Pero, sobre todo, deberá reaccionar la opinión pública, la que votó por uno y otro candidato en la segunda vuelta el 16 de enero, pero que, con cualquiera de ellos, creía que Pinochet debía volver y someterse a las mismas leyes que todos los chilenos.

Abraham Santibáñez