Los desafíos para la enseñanza universitaria del periodismo en el siglo XXI: entre el ciber-espacio y la democracia banalizada.

Participación de Abraham Santibáñez en la reunión internacional realizada en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile en noviembre de 2002

Secciones

  1. Inicio

  2. Las Necesidades Actuales

  3. Jugarretas en la Casa Blanca

  4. Ojo con tanta chatarra

  5. Libertad y Responsabilidad

  6. No sólo teoría

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Hubo un tiempo en qué no necesitábamos preguntarnos qué había que enseñar en una escuela de periodismo en Chile. Los viejos cazanoticias de mediados del siglo XX, cuyo anhelo era la dignificación de la profesión, creían -probablemente con razón- que bastaba con una visión general del mundo y algunas habilidades que ellos habían aprendido en el duro ejercicio diario. El resto, pensaban, debían ponerlo los propios estudiantes: vocación, perseverancia y ambición.

Lo había planteado unos 50 años antes, la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, en Estados Unidos, cuyo propósito declarado era de “ennoblecer todavía más la profesión periodística... mediante una mejor preparación de quienes la escojan”.

En el medio siglo transcurrido desde que las dos primeras Escuelas de Periodismo de Chile empezaron a funcionar, hemos vivido -como ya sabemos hasta el lugar común- una gran revolución: la revolución de las comunicaciones. Gracias a la convergencia tecnológica, tenemos una sociedad nueva: la sociedad de la información o del conocimiento, con todas sus consecuencias, y llegamos a un nuevo siglo en condiciones nada fáciles. Lo dijo hace un año el secretario general de las Naciones Unidas, Koffi Annan: “Hemos entrado al nuevo milenio por un portal de fuego”. Se refería a los ataques contra las torres gemelas y el Pentágono, de septiembre de 2001. Pero el incendio que provocaron entonces los aviones secuestrados por los terroristas no se ha apagado y, como siempre ocurre, también ha devorado a quienes deberían ser solamente sus testigos: los periodistas. Decenas de periodistas han muerto en los últimos meses, especialmente en Afganistán, el primer escenario de guerra de George W. Bush.

Pero este no es un informe sobre periodistas que han muerto en cumplimiento del deber, sino una visión del periodismo en este tiempo y su enseñanza, en la que estoy tratando de reunir mi propia experiencia como miembro de una de las primeras promociones de estudiantes de periodismo en Chile, mi experiencia profesional y mi actual labor académica.


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Las necesidades actuales

Si quisiéramos empezar por el final de esta historia, habría que decir que hoy, más que nunca, el periodista debe ser un profesional múltiple, capaz de hacer su trabajo en una variedad de medios posibles. Al revés de lo que ocurría en los diáfanos años 50, cuando recién abría sus puertas, no muy lejos de aquí, la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, alojada en el edificio que generosamente donó doña Clara Rosa Otero, el mundo del periodismo era prácticamente bidimensional: texto y sonido. La televisión era todavía un fenómeno lejano, como reconoció el maestro Ramón Cortez en su clásico texto de Introducción al Periodismo, y el cine, como posibilidad de realización periodística, existía, pero no estaba al alcance de todos....

Hoy, en cambio, la situación ha variado brutalmente.

Según ha planteado el profesor Luis Alvarez Baltierra, hay un momento perfectamente identificable en que nuestro mundo cambió para siempre.

Ocurrió, dice, en septiembre de 1998, cuando el Congreso de Estados Unidos decidió poner en Internet el informe Starr, acerca de las relaciones del Presidente Clinton con Mónica Lewinski, sin entregarlo previamente a los periodistas. Nuestro horizonte profesional dio ese día una voltereta hasta entonces nunca imaginada. La ventaja del periodista, seguro en su posición de árbitro y administrador soberano de la noticia, mimado por las fuentes, enaltecido por los públicos, empezó a tambalear y nos enfrentamos a una ineludible exigencia de hacer nuestro trabajo mejor que nunca antes, sin ninguna atenuante frente a los posibles errores o insuficiencias.

Hablamos de la función más elemental del periodismo, aquella que se puede definir como un servicio a la comunidad y que tiene siglos de historia: recopilar información, procesarla -especialmente en cuanto a clasificarla según su importancia- y darla a conocer, difundirla.

Desde ese día sabemos que la gran ventaja del periodista que podía trabajar con la tranquilidad de quien está seguro de que nadie –salvo otro colega- se le puede adelantar, se ha perdido para siempre en el mundo nuevo, maravilloso y complejo de la era ciber-espacial.


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Jugarretas en la Casa Blanca

La premura de la hora de cierre ha sido un componente insoslayable de la existencia de los periodistas de todos los tiempos. Cuando solo había medios escritos, las grandes noticias de última hora se convertían en ediciones extraordinarias, o, como lo prueban la fundación de Las Ultimas Noticias, hace justamente cien años, o de La Segunda, hace poco más de 70, la actualidad que perdían los matutinos la podían recuperar los diarios del mediodía o de la tarde.

El panorama, ya lo sabemos bien, se complicó con la aparición de la radio en Chile, hace 80 años. Y el proceso informativo se aceleró más con la televisión, que hace 40 entró definitivamente a Chile por la puerta ancha del Mundial de Fútbol.

Nada, sin embargo, puede igualarse a lo que ocurrió en el momento en que el público, cualquier persona, en cualquier lugar, por el solo hecho de conectarse a la red mundial, tuvo acceso, igual que los periodistas, al informe del fiscal Kenneth Starr. Nadie ha medido su impacto, pero debemos entender que entonces se produjo una de esas revoluciones silenciosas que tardaremos todavía mucho tiempo en comprender y dimensionar cabalmente.

Cualquier persona, reiterémoslo, cualquier persona, en cualquier punto del planeta, no solo en Estados Unidos, pudo ese día examinar los antecedentes de la noticia, que no por escandalosa era menos importante, ya que la seguridad de Estados Unidos y eventualmente del mundo estuvieron en peligro, o pudieron estarlo, mientras Bill y Mónica retozaban privadamente en la Casa Blanca.

Quienquiera que haya querido informar, explicar o comentar este informe -los tres grandes géneros del periodismo contemporáneo- se encontró con un problema: todo error, por minúsculo que fuera, podía ser comprobado de inmediato, ya que para ello bastaba con revisar el texto instalado mágicamente en la red.

Nombres, fechas, situaciones que por siglos y siglos fueron manejados por los periodistas con una reserva comparable a la de los alquimistas y sus mágicas fórmulas, perdieron de pronto todo misterio...

No fue, por cierto, el primer caso. Pero fue el que mejor ilustra la nueva condición en que vivimos.

Y, si todavía nos hacía falta una demostración adicional de que estamos en un mundo nuevo, lo que ocurrió en septiembre de 2001, como dijo Dominique Wolton, sociólogo del Centro Nacional de Investigación Científica de Francia, es la confirmación definitiva: “Por primera vez en la historia, ha dicho, un incidente bélico tuvo lugar de manera simultánea con la información”.

El hecho y la información son simultáneos. Millones de personas, en todo el mundo, vieron el 11 de septiembre de 2001 como el segundo avión secuestrado se estrellaba contra la segunda torre en Nueva York, en una espectacular demostración de eficiencia de los informadores... y de notable capacidad de “producción” del evento por parte de los terroristas.

¿Significa todo esto que el periodismo ha perdido su razón de ser?

Hay quienes creen que sí. Y con buenas razones. Ya lo anticipó uno de los más respetados gurúes de los nuevos tiempos, Nicholas Negroponte, en su libro “Ser Digital”. Allí, aunque no elimina del mundo laboral a los periodistas, deja fuera de juego a los editores, como los seleccionadores y jerarquizadores de información.

Dice:

Imagínese un futuro en el cual su agente de interfaz pueda leer todos los telegramas de las agencias noticiosas y todos los diarios, captar todas las estaciones de radio y televisión del mundo y armar un sumario personalizado... ¿Qué tal si un diario estuviese dispuesto a poner todo su plantel de periodistas a sus órdenes, para que le preparen una edición a su medida?...

Este Diario Mío (Daily Me), pese a sus muchas ventajas, tiene un defecto capital: se olvida de que el periodismo no es solo un canalizador de informaciones al servicio de los intereses de cada persona, sino que tiene que ver con la sociedad en su conjunto.

No se trata de dar solamente las buenas noticias.

También las malas noticias, que seguramente serían excluidas sistemáticamente en una selección personalizada. Ello impediría conocer las catástrofes, las necesidades de las personas que viven en condiciones de marginalidad y, como hemos visto muy dramáticamente en estos días, las denuncias sobre corrupción, en cualquier ámbito, desde el político y administrativo hasta el religioso.

Un diario “a la medida” podría ser peor que no tener información, ya que me encerraría en mi torre de marfil, como ocurría en el viejo sistema soviético o en cualquier dictadura de nuevo o viejo cuño, donde no se caen los aviones, no hay accidentes del tránsito y nunca se sabe de una denuncia por corrupción... hasta que es demasiado tarde o los protagonistas ya estan muertos o han perdido el favor oficial.

El mandato ético de entregar información en forma “veraz, leal y oportuna” no se cumple mediante máquinas automatizadas, por perfectas que nos parezcan. Sólo lo pueden hacer los seres humanos empeñados responsablemente en la tarea.

Precisamente la lección de estos hechos es que hoy, más que nunca, se requiere de profesionales capacitados para entender los grandes fenómenos humanos, sociales y políticos de nuestro tiempo. Porque la sociedad necesita de información y los profesionales que pueden proporcionarla de manera organizada, comprensible, útil, somos precisamente los periodistas.

Esta es la primera enseñanza.


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Ojo con tanta chatarra

La segunda enseñanza es que, en este mundo intercomunicado, tan lleno de información pero igualmente saturado de chatarra noticiosa, colocada con buena o mala intención, hay alguien que debe ser capaz de seleccionar, cuyo oficio es precisamente ése. Y para ello estamos los periodistas.

Y esta información debe ser confiable, asentada firmemente en valores éticos, con respeto a la verdad, y la dignidad de las personas. Con preocupación por los derechos humanos y el desarrollo democrático.

Esa misión del periodismo, irreemplazable, irrenunciable, no se cumple exclusivamente con buena voluntad. Ni siquiera con una firme vocación de servicio. Requiere de una formación consistente y sólida.

Ese es el desafío para las Escuelas y para quienes enseñamos en ellas.

Nuestros estudiantes ven hoy día, desorientados, que muchos auto-denominados “comunicadores” se apoderan de los medios con un mensaje donde lo que importa es su capacidad para participar de la farándula o preocuparse del escándalo, sin respecto alguno por la intimidad personal, confundiendo la búsqueda de la verdad con la incursión a destajo en la vida de los demás y no teniendo más criterio que el del rating o el people-meter..

No son esos los periodistas que querían formar los fundadores de las escuelas de periodismo en Chile y en el mundo.


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Libertad y responsabilidad

Tampoco pretendían un periodismo descafeinado, sin alma, sometido al poder -de cualquier tipo- como si lo más importante fuera mantener la “pega” y no provocar controversia.

El periodismo y los periodistas no son simples repetidores de verdades oficiales. Son parte fundamental de la subsistencia de una democracia moderna y ello implica libertad, iniciativa para investigar y capacidad crítica. También requiere, ineludiblemente, sentido de la responsabilidad.

Como ha escrito el profesor Louis Day en la obra colectiva “La Etica periodística en el nuevo milenio”, “más que cualquier otra filosofía, la democracia es la que mejor tiende al desarrollo de ciudadanos que actúan correctamente y contribuye al progreso humano”.

Y agrega luego, que “el libre flujo de información (es la) verdadera savia del proceso democrático”.

Aquí se imponen nuevas reflexiones. Hemos visto en las últimas semanas cómo el periodismo puede hacer grandes aportes al desarrollo democrático y ello debe llenarnos de orgullo. La investigación y la denuncia son parte permanente del servicio que presta nuestra profesión. Pero tal vez sea necesario recordar que el verdadero ejercicio de la libertad requiere de responsabilidad.

Durante un período muy largo de nuestra historia, gran parte del periodismo falló por su silencio, por hacerse cómplice. Hoy día nos podría ocurrir al revés: que fallamos por decir mucho y respaldar poco. El que las fuentes no den la cara se ha convertido en un vicio que al final termina por erosionar el mejor capital de un medio y de los profesionales que trabajan en él: la credibilidad. La confianza del público sigue siendo la base de toda reputación periodística sólida. Ello no ha cambiado en tiempos de Internet ni con el final de la dictadura. Por lo tanto, hay aquí una enseñanza que debemos reiterar todos los días a nuestros estudiantes: reportear, reportear, revisar, revisar.... Dudar de todo, en especial de las fuentes oficiales. Comprobarlo todo, en especial los voceros que juegan a ser francos y terminan por no decir nada.

Esto es, en otras palabras, lo que he llamado “la democracia banalizada”.

Ese es el telón de fondo contra el cual se proyecta el desafío de la enseñanza del periodismo en nuestro tiempo.


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No solo teoría...

Me gustaría agregar, aunque sé que estoy lejos de agotar el tema, una última consideración.

Se refiere a la importancia de la teoría. Es evidente que, al darle categoría de estudios universitarios, los legisladores entendieron que el periodismo no era solo un ejercicio práctico. Hay una reflexión teórica que apunta hoy a las grandes líneas ya mencionadas: el impacto de las nuevas tecnologías y la responsabilidad ética. Ello debe ser estudiado en profundidad, en el área de la investigación propia de la universidad. Pero también en este último medio siglo hemos visto el desarrollo específico de la teoría de la comunicación, convertida en soporte académico de la profesión. La comunicación nos ha enseñado que el periodista no puede ser ni sentirse ajeno al efecto de sus mensajes. También ha ampliado el horizonte.

Hace medio siglo un estudiante de periodismo estaba casi inevitablemente condenado a ser empleado de una empresa. Hoy entendemos que está capacitado para abarcar y emprender muchas otras tareas, en y fuera de los medios, y esta posibilidad debe ser tomada como una valiosa oportunidad ante el desafío que implica la proliferación de Escuelas y de estudiantes de Periodismo.

Quiero, sin embargo, proclamar mi profunda fe en la importancia del trabajo práctico, el “aterrizaje” permanente en la realidad. Ya que hemos hablado de torres de marfil, creo necesario reiterar mi convencimiento de que el periodista, como profesional, si se encierra en una torre de marfil, cualquiera sea su fundamento, no sólo se aliena de la sociedad a la cual debe servir, sino que pierde su razón de ser. Ser periodista, nos dice Guillermo Blanco, es “ser testigo activo de la vida”.

Si las nuevas generaciones de periodistas, las que se están preparando en nuestras universidades, miraran hacia el futuro con la claridad y sencillez con que lo hace este maestro de generaciones de estudiantes, nos ahorraríamos muchas discusiones y mucho tiempo perdido en reuniones inútiles.

No olvidemos que Guillermo Blanco quiso estudiar periodismo y, cuando llegó a inscribirse a una de las primeras escuelas de nuestro país, recibió, en cambio, la oferta de ser profesor. Es que sabía lo esencial, lo que es invisible a los ojos y que muchas veces se nos pierde entre reglamentos, comisiones y cumplimiento de tareas administrativas: “Ser periodista es ser testigo de la vida desde dentro de la vida. Es emplear los medios de la técnica y de la ciencia para compartir entre todos, lo que aportan el esfuerzo, la imaginación, la inteligencia, la generosidad o la emoción. Es ayudar a hacer comunidad con la diversidad que se comparte...

Lograr que nuestros estudiantes tengan esta visión de su futuro profesional como periodistas, que lo entiendan como un servicio, que lo asimilen como una gran responsabilidad ética en un mundo sobrecargado de información, y que, al mismo tiempo, se sientan capaces de hacerlo de manera atractiva, fascinante, no importa cuál sea el soporte que empleen, es sin duda un gran desafío. En las Escuelas de este comienzo de siglo nos corresponde estar a la altura de esta exigencia.

Tomar conciencia de la necesidad de una adecuada respuesta, que esté a la altura de toda su maravillosa magnitud, es lo que he tratado plantear aquí.


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