El costo de ser periodista

De tiempo en tiempo los teóricos dicen en difícil lo que los periodistas hemos hecho desde siempre sin preguntarnos demasiado acerca de razones ni motivaciones. Las modernas teorías de la comunicación han puesto un enorme paraguas sobre el trabajo de los profesionales de la prensa que ciertamente ha servido para entender mejor los procesos de la información, pero que también se prestan para distorsiones. Lo dijo, hace años, un periodista norteamericano que vino a la entonces recién creada escuela de periodismo de la Universidad Diego Portales, a fines de los años 8O: ‘‘Para los periodistas, que tenían una especie de complejo de inferioridad frente a otros profesionales, la teoría de la comunicación fue como una tabla de salvación’’. La frase de Paul Kennedy, ya retirado, no se me ha olvidado. Desde entonces, creo necesario reivindicar el trabajo de los periodistas por lo que es: un servicio indispensable para la comunidad, no un simple ejercicio teórico de manipulación comunicacional, aunque evidentemente puede llegar a serlo.

Todo esto me ha estado dando vueltas en la cabeza en los últimos días a propósito de la muerte de tres periodistas en Afganistán, cuando empezaba el final de una etapa y la Alianza del Norte se acercaba a Kabul.

Johanne Sutton, Pierre Billaud y Volker Handloik no estaban movidos ni por el afán de engañar deliberadamente a los lectores ni por servir supuestamente mezquinos intereses de sus editores. Creían que el periodista debe estar donde se produce la noticia y por eso aceptaron viajar al frente de batalla, no trepidaron en instalarse sobre un carro blindado y allí, tras una pequeña y breve escaramuza, encontraron la muerte. No la buscaron, pero tampoco estaban tratando de evitarla, refugiados en oficinas donde podían seguir a la distancia los acontecimientos... cómodamente, pero sin la certeza que proporciona el hecho físico de estar en el sitio del suceso.

Tan natural nos ha parecido todo que, después de la primera emoción y de los homenajes rituales, ocurrió lo que ya anticipó el poeta: ‘‘Tras la paletada, nadie dijo nada’’.

Y nadie, o casi nadie, dice nada después de la muerte de periodistas, un hecho brutalmente habitual en nuestro mundo, empezando por Colombia y siguiendo por los variados frentes de batalla que adornan las páginas de los diarios o se reiteran en radios, noticieros de TV y medios on-line.

Sólo algunas organizaciones periodísticas se han dado el trabajo de contar las víctimas, que es lo menos que se podría pedir. The Freedom Forum, brutalmente castigado por la recesión económica que siguió al 11 de septiembre de 2001 y que afectó sus fuentes de financiamiento, tuvo la capacidad -en tiempos más prósperos- de levantar un monumento recordatorio en la ciudad de Washington. El Journalist Memorial recuerda los caídos hasta el año pasado, empezando por James M. Lingan, un periodista del ‘‘Republicano federal’‘ que fue linchado por una multitud de anti-federalistas en Baltimore, en 1812.

Hasta el 2000, el registro incluía doce reporteros caídos en Afganistán. En los últimos días se agregaron tres más, pero no cabe duda que el recuento no se ha cerrado y que esta guerra, que tantas vidas está costando, desde Washington y Nueva York a Kabul y Kandahar, también cobrará nuevos tributos al periodismo.

Es algo que no puede apreciar una simple -o compleja- teoría.

Publicado en El Sur de Concepción el 17 de noviembre de 2001