La buena conciencia de Jimmy Carter

Para muchos chilenos, la Presidencia de Jimmy Carter fue una especie de chiste. “Manicero” fue lo menos que decían de él. La razón principal, obviamente, nuestra propia Guerra Fría (a veces caliente y muy caliente en otras) que vivíamos en los años en que Carter estuvo en la Casa Blanca y mostró una especial preocupación por la democracia y los derechos humanos. Para quienes estaban encastillados en una visión maniquea de nuestro país, estos dos temas eran señales de una peligrosa intromisión en nuestros asuntos internos. Y quienes no creían que Carter debía llegar a la Presidencia, y apostaron a los republicanos en 1976, se alegraron cuatro años después cuando los votantes en Estados Unidos no le concedieron un segundo período.

Pero Carter, en la campaña, en la Presidencia y en las décadas siguientes, ha demostrado ser mucho más que un respetable cultivador de maní o un cristiano sin doble estándar. Su postura ética se reflejó en lo que muchos consideraron una ingenuidad: su confesión a Playboy de que había sido infiel con el pensamiento a su mujer, Rosalynn. Pero su respeto por el prójimo ha sido su sello permanente y ello terminó por un reconocimiento mundial, como el Premio Nobel de la Paz, que le será entregado en Oslo, en dos meses más. El galardón, dijo el Comité, se le concedió “por sus décadas de infatigables esfuerzos por encontrar soluciones pacíficas a los conflictos internacionales, consolidar la democracia y los derechos humanos”.

Hay mucho que decir sobre el trabajo de Carter. El logro principal, en material internacional durante su presidencia, fue el acuerdo de Camp David, entre Egipto e Israel, el cual a pesar de las muchas y muy peligrosas tensiones en la zona, ha sido respetado hasta ahora. Otras acciones suyas que destacó el Comité Nobel corresponden a los años siguientes a su paso por la Casa Blanca, en los que –paradojalmente- se ha consagrado como “el mejor expresidente de la historia”.

En efecto, con su labor persistente, con el Centro Carter en Atlanta como base de operaciones, Jimmy Carter se ha convertido en un reconocido activista de la paz y de los derechos humanos. Lo que para toda dictadura es una “intromisión intolerable en sus asuntos internos”, se aprecia como una legítima influencia moral para salvar vidas y proteger instituciones.

Ha estado en Cuba, viaje por el cual inicialmente fue acusado por poner en riesgo la seguridad de Estados Unidos, pero que culminó con un discurso en que por primera vez los cubanos tuvieron la posibilidad de escuchar críticas a su líder, Fidel Castro, y al sistema imperante. No cayó el gobierno, pero es evidente que hoy las voces disidentes son más fuertes. Parecida influencia ejerció antes en los conflictos de Corea y Bosnia.

Su gobierno coincidió en Chile con una aflojamiento de las más duras políticas represivas del régimen militar. Después del asesinato de Orlando Letelier, en Washington, en septiembre de 1976, en plena campaña presidencial norteamericana, los asesores del general Pinochet entendieron que era necesario hacer algunos gestos de buena voluntad hacia el nuevo gobierno. Así se puso fin a la DINA y se estrenó la CNI, que terminó siendo solo un cambio cosmético, pero que hizo evidente el impacto de los nuevos aires que soplaban desde el norte. Lo mismo con los anuncios de Chacarillas, en julio de 1977 y, en lo personal/profesional, la autorización para la circulación de la revista Hoy a partir de junio de ese año.

Plazos y no sólo metas, un cambio en los servicios de seguridad que posiblemente le salvaron la vida algunas (tal vez muchas) personas, la apertura de nuevos espacios de intercambio de ideas e informaciones.

En buenas cuentas, para los chilenos la presidencia de Jimmy Carter no fue un chiste.

12 de octubre de 2002

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