El buen consejo que faltó

La historia lo registra con abrumadora sencillez: en septiembre de 1986 fue defenestrado el jeque Ahmed Zaki Yamani, artífice de la OPEP y la institucionalización del petróleo como palanca política en Medio Oriente. Un mes antes, en la celebración de los 350 años de la Universidad de Harvard, había sido –junto al Príncipe de Gales- uno de los dos oradores principales. Yamani, después de un cuarto de siglo de servicio público, había alcanzado la cumbre... y estaba al borde del precipicio.

No hubo explicación para el abrupto fin de su carrera. Y Yamani, en la actualidad un próspero consultor internacional, tampoco la dio en forma pública. Pero es fácil creer que en la corte de la Casa de Saud, en Arabia, como en todo entorno real, nadie puede sobresalir demasiado por mucho tiempo.

El mayor aporte de Yamani no fue el uso del petróleo como arma estratégica, luego de la Guerra del Yom Kippur, en 1973. Lo importante fue que, además, tuvo la capacidad de calcular con precisión hasta dónde se podía estirar la cuerda. Mientras algunos productores pensaban que el precio del petróleo podía seguir subiendo indefinidamente, Yamani impuso el criterio de que un precio muy alto era peligroso. Iba a desatar, por una parte, la búsqueda definitiva de otras fuentes de energía y, por otra, daría un pretexto para la intervención de Occidente, especialmente de Estados Unidos. Como si todo esto fuera poco, en este complicado juego de ajedrez, también anticipó el riesgo de otras movidas. Previó, por ejemplo, que una actitud muy complaciente con el gobierno de Washington podría generar tensiones internas, que, en el caso del Sha de Irán, terminaron por costarle el trono.

Genio de la política económica internacional, Yamani enfrentaba una sola amenaza: el recelo de sus jefes. Y, como siempre ocurre, el temor a que su figura se convirtiera en una alternativa peligrosa, terminó por derribarlo.

Su legado, sin embargo, no se ha perdido.

En la última década, Arabia Saudita se embarcó en un camino azaroso. El masivo ingreso de soldados norteamericanos (“infieles”) a su territorio durante la primera guerra del Golfo, generó un resentimiento no superado hasta ahora. Peor aún: se agravó el año pasado con la invasión a Irak, mal justificada por la supuesta existencia de armas de destrucción masiva. Y cuando la Casa Blanca, para mejorar su imagen ante el mundo y sus propios ciudadanos enarboló la bandera de la democratización de Irak, la monarquía saudita se sintió directamente agredida. Como si fuera poco, el sentimiento anti-norteamericano se ha traducido en creciente e incontrolable violencia terrorista.

El inexorable desarrollo de los acontecimientos indica que nada volverá a ser como antes. Arabia Saudita es hoy más rica que al comienzo de la década de 1970. Pero –con el 25 por ciento de las reservas de petróleo en su suelo- ha entrado en una espiral imposible de controlar, tomada en una tenaza cuyos lados son la inagotable apetencia por energía, y la contradicción entre la exigencia democrática y el fundamentalismo islámico.

No es un dilema fácil de resolver. Menos en una monarquía absoluta que no quiere perder pan ni pedazo. Pero que, tal vez, habría llegado a este milenio en mejor forma de seguir contando con el buen consejo del jeque Yamani. Por algo este siempre ha estado igualmente cómodo en tenida occidental comprada en Londres como vistiendo el tradicional atuendo de los moradores del desierto..

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas el sábado 5 de junio de 2004

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