La hora de las banderas negras

El martes 12 la gran ciudad amaneció en calma. La primera sensación fue que la normalidad había vuelto. Pero estábamos equivocados. Justo cuando hemos vivido en democracia tanto tiempo (16 años y medio) como fue la duración de la dictadura, se inicia una nueva etapa, con nuevo actores, nuevos métodos y nuevas víctimas.

Hasta la noche del lunes 11, la ventana en llamas de La Moneda, inflamada por una bomba molotov, se había convertido en el ícono del momento. Al amanecer del martes, en cambio, irrumpieron otras imágenes. Tras la noche de violencia, la pequeña Tiare Araya de apenas seis años de edad, emergió como la “niña símbolo” de la guerrilla anarquista, modelo siglo XXI. La niña estaba viendo una película en la televisión, en su cama, en la villa Pacífico, de Puente Alto cuando, sin advertencia previa, una bala calibre 45 se incrustó en su cráneo.

Fue la culminación de una seguidilla de manifestaciones salvajes. Los propios organizadores de las conmemoraciones de la izquierda se sorprendieron. Pero el rechazo, hasta ahora, ha servido de poco. El coraje del nuevo rector de la Usach, quien pidió la intervención de carabineros tras agotar los llamados a la calma en su campus, tampoco aseguró la necesaria racionalidad. Están por verse los resultados de la convocatoria, algo tardía, a “una cumbre de seguridad” en La Moneda.

Por lo menos desde el Día del Trabajo, en mayo, los “infiltrados” han dejado en evidencia esta nueva dimensión. Ya no se trata de extremistas que van más allá de lo previsto por quienes convocan las manifestaciones: los partidos políticos, la CUT, los familiares de los detenidos desaparecidos y otras organizaciones de derechos humanos. Se trata de grupos “antisistémicos” como ellos mismos se denominan, pero que se insertan en una vieja tradición anarquista. La novedad, pese a su denuncia contra el capitalismo y la globalización, es paradojalmente el uso eficiente de las herramientas tecnológicas más modernas, en especial Internet.

Los anarquistas proliferaron en el pasado bajo sistemas autocráticos como el zarismo. Se hicieron conocidos por los atentados violentos. Pero también han tenido teóricos de alto vuelo. Una y otra expresión cruzan las páginas de la historia. Según uno de estos grupos, “en los años 30 España tenía el movimiento anarquista más grande del mundo”. Pero pasó la república, pasó Franco y los sueños empezaron a desvanecerse. En las últimas décadas del siglo XX, el anarquismo parecía solo un recuerdo histórico.

La rebelión estudiantil de 1968 le dio nuevas alas. Desde entonces, ha brotado y rebrotado. Las protestas contra la globalización, en especial contra los nuevos poderes que se consolidaron tras el fin de la Guerra Fría volvieron a hacer ondear sus banderas. El anarquismo ha sido el motor de violentas manifestaciones que se registran de un lugar a otro del planeta, cuando se reúnen las potencias del G-8, desde Seattle a Suiza, Escocia o Génova. En Italia, George Bush prefirió alojarse –por su seguridad- en un buque de la US Navy en vez de hacerlo en tierra firme, lo mismo que se insinuó, pero no se concretó, cuando estuvo en Chile para la APEC.

No es sorprendente que se levanten ahora estas banderas en Chile. Lo raro es que no hayan aparecido antes. Una vez más parece que hemos llegado con retraso a la cita con las realidades de nuestro tiempo.

La noticia es que no hay cómo erradicar el contagio. Pero es posible, como ha ocurrido en muchos países, frenar con firmeza la violencia irracional, aunque a primera vista a muchos chilenos nos traiga incómodos recuerdos de los métodos de la dictadura.

15 de septiembre de 2006

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