Peor que el crimen: una mala explicación

Todo asesinato es repudiable. Aquellos cometidos durante una dictadura, donde el control es total (“no se mueve una hoja...”) lo son totalmente.

En mi perspectiva personal, creo que me será imposible olvidar lo que ocurrió en Lonquén. Allí tuve el triste privilegio de ser testigo de confirmación de la existencia de los cadáveres apilados en un horno de cal de un grupo de detenidos desaparecidos. Un excepcional reportaje de Canal 13 ha mostrado, de tiempo en tiempo, la ciega ferocidad de los responsables, su decisión de negarles a los parientes el último consuelo, arrojando imprevistamente los restos a la fosa común en Talagante y el dolor reiterado, sin atenuantes, de una madre que perdió esposo e hijos en una sola noche demencial. También tengo, como una cicatriz indeleble en mi alma, el momento en que en radio Cooperativa escuchamos que dos jóvenes habían sufrido espantosas quemaduras durante una protesta. Luego sabríamos que una patrulla militar los trató de quemar y que uno de ellos, Rodrigo Rojas Denegri, había muerto y que Carmen Gloria Quintana sobreviviría a tan incomprensible horror.

Fueron crímenes atroces. Pero no los únicos que nos fueron desgarrando el alma en esos años oscuros.

¿Cómo olvidar al padre André Jarlan o a los otros sacerdotes asesinados? ¿A los emboscados de la Operación Albania? ¿A Orlando Letelier, al matrimonio Prats-Cuthbert? ¿Cómo entender que se haya querido matar a Bernardo Leighton en un atentado que dejó gravemente herida a Anita Fresno? La lista es larga, larga como un rosario de cruces que va de un extremo a otro de Chile, desde las alturas de Calama a la fatídica isla Dawson.

Y en esa lista, por una razón simple de solidaridad profesional, es evidente que hay nombres que nos duelen más: aquellos periodistas que en Chile o en el exilio encontraron prematuramente la muerte. José Carrasco Tapia es, probablemente, el más emblemático. Sus ideales los volcó en el periodismo y nada más que en el periodismo. Y en sus días finales, tras una alarma de que podía estar en peligro su vida, decidió retornar a Chile a su cargo de editor en la revista Análisis.

En las horas que siguieron al atentado contra el general Pinochet en el camino a San José de Maipo, “Pepe” Carrasco fue uno de los cuatro chilenos que fueron sacados de sus casas y asesinados fríamente en distintos puntos de Santiago. Todos ellos, según lo que se sabe ahora, dormían tranquilamente. No creían que las secuelas e un atentado, en el cual no habían participado y del cual obviamente no tenían idea, pudieran afectarles.

Pese a que la ciudad estaba bajo toque de queda, la versión oficial fue que se trataba de “un ajuste de cuentas entre marxistas”. El argumento se empleaba rutinariamente. Se usó para tratar de justificar el caso de los 119 nombres que se conocieron en Brasil y en Argentina, en la Operación Colombo.

Ahora se ha agregado un elemento más: por lo menos en un caso, el del entonces dirigente opositor Ricardo Lagos, se le habría detenido esa noche para “protegerlo”. Curiosa explicación: ¿En qué país hay que meter presa a la gente para defenderla? ¿De quién? ¿Es así como se ejerce el poder público para garantizar la seguridad de los ciudadanos?

Merecemos una mejor explicación.

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas en Octubre de 2005

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