El difícil mundo de Arturito

Durante casi tres décadas, desde el estreno de la Guerra de las Galaxias, “Arturito” (“R2-D2”), un robot de 96 centímetros, dotado de un valiente corazón y rechoncha apariencia, superó todas las pruebas imaginables. Su tocayo chileno, en cambio, ha reprobado hasta ahora en todas las universidades donde se ha presentado a dar examen.

Primero fue en la Universidad Federico Santa María; más tarde, en la Universidad de Chile. Sólo queda la prueba que preparan los dirigentes de la Sociedad Chilena de Física, cuya paciencia se agotó ante la reiterada imposibilidad de entender las explicaciones del creador del Arturito criollo acerca de cómo funciona y demostrar que efectivamente ha hecho lo que dicen que ha hecho: descubrir un cadáver oculto por meses, detectar las míticas armas de la Colonia Dignidad y hallar el fabuloso tesoro de Juan Fernández.

No es que no haya habido intentos de demostrar el fundamento científico del robot. Es que el lenguaje utilizado por su fabricante, Manuel Salinas, no ha convencido a los especialistas. Incomprensión comprensible, si se lee lo que dijo Salinas: “Nuestra unidad es la integración de componentes electrónicos altamente sofisticados capaces de descifrar la ecuación de unanimidad dentro de la teoría del caos en el contexto de un integral elevado al exponencial radical, basado en la conformación de las especies, tal cual se conocen después de 20.000 años de evolución asistida”.

Hay, sin embargo, quienes creen que el escepticismo no se justifica y prefieren darle el beneficio de la duda. Piensan que al final, como el Arturito del cine, el robot chileno ganará la pelea. No sería la primera vez. La historia de los inventos registra mucho escepticismo, parecidos sarcasmos y notables éxitos.

Cuando, en 1875 Samuel Morse pidió al Congreso de Estados Unidos que aprobaran 30 mil dólares para tender una línea telegráfica que uniera Washington y Baltimore, el congresista Cave Johnson pidió que la mitad del dinero se destinara a experimentos con el mesmerismo, un tratamiento basado en “el magnetismo animal”. Obtuvo 20 votos a favor. Otro parlamentario propuso que la plata se gastara en construir un ferrocarril a la luna, lo que produjo grandes carcajadas, ante lo cual un tercero –Mr. Pettit, de Indiana- pidió más seriedad, haciendo ver que el telégrafo era “bueno para nada”.

Buenos para nada” fueron, en efecto, inventos como la vía férrea que se pensó en 1884 para montar los barcos sobre vagones para el cruce del istmo de Panamá; la “velo-ducha”, dispositivo en el cual había que pedalear para hacer fluir el agua; o las muchas máquinas voladoras que nunca despegaron, ejemplificada por un aparato a pedales y múltiples hélices que concibió el doctor W.O. Ayres, de New Haven en 1877. Algunos proyectos superaron las barreras burocráticas y se les concedió la patente de invención. El problema, en este caso, es la descripción del artefacto. No debe haber sido fácil para Nardo Luis y Héctor Chiamanti encontrar las palabras justas para describir su aporte a la humanidad: un invento “caracterizado por un par de cuerpos tubulares que, guardando entre sí un montaje telescópico, hacia un extremo proveen de sendos cabezales dentados, afilados, cuyas cuchillas... tienen un calce ajustado a modo de tijeras... mientras que por la parte opuesta, un par de bracillos de comando, convergentes en un punto de articulación común, son capaces de provocar en el cabezal cortante un movimiento angular alternativo”. Todo lo cual, en buen romance, describe un “dispositivo para la rasuración del vello del conducto nasal”.

Ni Arturito –ni siquiera su creador- podría haberlo resumido de manera más difícil.

Publicado en el diario El Sur de Concepción el 24 de Octubre de 2005

Volver al Índice