Al fin, Bush

Ya lo anticipó Shakespeare: “A buen fin, no hay mal principio”. La odisea electoral norteamericana, que se prolongó por 36 días después del cierre de las urnas, llegó término, justo a tiempo para que se cumplieran los plazos y el 20 de enero de 2001 asuma George W. Bush como el Presidente número 43 de los Estados Unidos.

Pero, por citar otro nombre ilustre, si, como dijo Churchill, la democracia es el menos malo de los sistemas políticos, ahora está claro que el norteamericano es el peor método para designar presidentes. El final de la aventura se produjo tras una insoportable serie de episodios que no dejó satisfecho a nadie y con un razonamiento dudoso: no había tiempo para asegurar un mejor recuento de votos. Aunque no se cuestiona la validez de la elección, no se han disipado las sospechas. Por ejemplo, el líder negro Jesse Jackson aseguró que los votos nulos no re-examinados en Florida, corresponden en su mayoría a electores de color, presumiblemente inclinados por Al Gore. Y es un hecho de la causa que, a nivel nacional, Gore obtuvo 300 mil sufragios más que Bush, la cuarta ocasión en que el sistema produce esta anomalía, inaceptable desde el punto de vista de cada hombre (o mujer) vale un voto.

La tarea inmediata del presidente electo -en realidad lo será oficialmente desde el lunes 18- es terminar de armar su equipo y convencer al país de que está dispuesto a hacer un gobierno de unidad. Ya lo dijo en la noche del miércoles: “Confío que la larga espera de las últimas cinco semanas reforzará el deseo de superar las amarguras y divisiones partidistas del pasado”.

Pero a mediano plazo, quiéralo o no el nuevo presidente, es indudable que los Estados Unidos se deberían abocar a la tarea de reformar su sistema, herencia de otros tiempos más bucólicos, en que imperaba una economía agraria y las comunicaciones no superaban en velocidad el galope de un caballo.

Curiosamente, pese al desastre de esta elección, importantes sectores creen que ello no es necesario ni urgente.

Conclusión: con razón, el jueves, a la salida de una conferencia del académico norteamericano Paul Sigmund acerca de las relaciones entre Chile y Estados Unidos, se sugirió que la experta en asuntos electorales Mónica Jiménez -de la Corporación “Participa”- debería asesorar a los norteamericanos.

Para los chilenos queda pendiente un tema: ¿ganamos o perdimos con este resultado?

Para muchos, Gore -y los demócratas- significaban una mayor coincidencia en materia de principios. Con todos sus defectos e insuficiencias, los gobiernos demócratas de las últimas décadas se constituyeron en un decisivo apoyo para Chile a la hora de la recuperación democrática. Jimmy Carter, sobre todo, influyó para se abrieran algunos espacios de libertad -por ejemplo, autorización de nuevos medios informativos en 1976-, el régimen militar se fijara plazos (y no solamente metas) y se pusiera fin a la DINA. Por lo que sabemos ahora, así se salvaron muchas vidas.

Está claro que con Bush se puede ir más rápido hacia el tratado de libre comercio, lo que es positivo y probablemente tenga resultados más concretos que la romántica alianza con el Mercosur. Pero no se puede olvidar que fueron gobiernos republicanos -como el que encabezará Bush- los que implicaron con más fuerza a la CIA en actividades clandestinas en Chile. Y el precio de esas actividades lo estamos pagando todavía.

Publicado en El Sur, el 16 de diciembre de 2000