La trágica obsesión de llegar a tiempo

Por una vez –más de una seguramente- quiero empezar con una observación personal. Creo profundamente en la puntualidad. Alguien la definió como parte de la cortesía, es decir la consideración frente a los demás. Años de circo en diarios y revistas y un contacto cercano permanente con las “horas de cierre” de la radio y la televisión me han enseñado que “los camiones (de reparto) no pueden esperar”. Tampoco el comienzo de las noticias de las nueve o, como era tradicional, de las 13:30, cuando Pepe Abad presentaba en radio el legendario Reporter Esso.

Según decía mi madre, debo tener algo en los genes. Su padre –mi abuelo- había sido ferroviario y cuando lo conocí, ya jubilado, era fama que invariablemente llegaba a la estación por lo menos media hora antes de la partida del tren.

Como en todo, sin embargo, hay una frontera, a veces sutil a veces no tanto, entre lo aceptable y la obsesión. Así me pareció, desde el principio, cuando se informó del trágico descarrilamiento de un tren en Japón que dejó una cifra cercana al centenar de muertos y gran cantidad de heridos. Con insistencia se dijo que la única explicación posible era que el maquinista estaba tratando de recuperar un minuto y medio de retraso. Para la mayoría de los chilenos parece un chiste. Para los japoneses ha sido la ocasión de un examen de conciencia.

Un trabajador ferroviario, citado por The New York Times, resumió la situación en dos frases: “Los japoneses creemos que si nos subimos a un tren, este va a llegar a tiempo a destino. No hay flexibilidad en nuestra sociedad (al respecto)”.

Es difícil que haya contemplaciones con un atraso de 90 segundos si se toma nota que –conforme la misma información- en 2004 el “tren bala” proclamó con orgullo su nuevo record: un promedio de apenas seis segundos de atraso en doce meses.

Se entiende por qué el conductor del tren, Ryujiro Takami, de 23 años y apenas once meses de experiencia, se sintiera ferozmente apremiado al darse cuenta que no cumplía el horario. Su propia versión no se sabrá nunca, ya que figura entre los desaparecidos (seguramente muertos) del accidente. Takami aceleró en las proximidades de la estación de Amagasaki, un suburbio de Osaka, pese a que enfrentaba una curva. En vez de los 70 kilómetros de reglamento, lo hizo a una velocidad muy superior. No había forma de controlarlo. El tren, que llevaba 580 pasajeros en sus siete vagones, circulaba por una línea relativamente antigua, la cual no tiene controles desde la distancia. Pese a que se halla a 400 kilómetros de Tokio, la zona es densamente poblada y a pocos metros de la vía se encuentra un edificio contra el cual se estrellaron dos vagones, arrastrando un automóvil a su paso.

La única manera de evitarlo habría sido resignarse al atraso. No era una solución aceptable para el maquinista Takami. Apenas empezó su trabajo en la compañía J.R. West,, en mayo del año pasado, recibió una reprimenda por pasarse de largo en un paradero. Esta vez, el drama nació de algo parecido: una frenada a destiempo, que le obligó a retroceder y perder valiosos segundos. Al final, como en un drama clásico, la cita con el destino se cumplió inexorablemente. Lo dijo el testigo Yasuyuki Sawada a The New York Times: “El desastre fue producido por la civilización japonesa y por los propios japoneses”. O, por lo menos, por una errada interpretación del servicio público.

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas en Abril de 2005

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