Libertad, ética y legislación.

El siguiente texto corresponde a la participación de Abraham Santibáñez. en su calidad de profesor de la Escuela de Periodismo de la Universidad Diego Portales, en el seminario en torno al libro “Libertad de Expresión en Chile” organizado por la Facultad de Derecho de dicho plantel a fines de enero.
Por las funciones sociales que cumple en una sociedad democrática, el periodismo tiene una vinculación esencial y constitutiva con la ética. Si se concibe a la información como un bien público, cuya circulación libre y contenido veraz e independiente garantizan la vida democrática de una comunidad, el manejo responsable de esta sensible materia prima es condición de la actividad periodística”.

Raquel San Martín 1

Para muchos de nosotros, la más grande y por cierto más dolorosa lección de la dictadura fue que las libertades de prensa y de expresión no estaban garantizadas en Chile.

Durante largos años habíamos hecho ostentación de algunas situaciones ejemplares, que incluían permanentemente la mención de Topaze, como ejemplo de crítica política madura, o el recuerdo más lejano de la reacción adversa que impidió que el legendario Luis Hernández Párker fuera relegado por el gobierno de Carlos Ibáñez o el respeto por los profesionales que hizo posible, a comienzos de la década de los 50, hace medio siglo, la creación de las escuelas universitarias de Periodismo y del Colegio de Periodistas.

Pero estábamos equivocados. Nuestras convicciones sobre la importancia de la libertad de expresión tenían pies de barro, igual que nuestra fe en la solidez de la democracia chilena. Ello nos impidió advertir a tiempo las amenazas que se concretaron en 1973 cuando el golpe de estado y la brutal intervención en los medios de comunicación fueron recibidos no solo sin queja, sino más bien con beneplácito por grandes sectores de la ciudadanía.

No es mi intención hacer aquí una historia de lo ocurrido en todos estos años, pero sí creo necesario hacer este recuerdo para plantear lo que parece su conclusión más evidente: tras un azaroso recorrido por la dictadura y un período de transición excesivamente prolongado, finalmente estamos llegando a un punto en que la libertad ya no nos espanta a los chilenos. Pero –claro- todavía nos desconcierta.

Reencuentro con la libertad

No me corresponde analizar la obra “Libertad de Expresión en Chile” que sirve de marco de referencia a este seminario, pero es evidente que en sus páginas se puede percibir claramente cómo nuestra sociedad ha ido avanzando, tímidamente al comienzo, en forma más decidida en los últimos años, a un reencuentro (¿o es un encuentro?) con la libertad, en especial con la libertad de expresión.

Que no ha sido fácil se comprueba –entre muchos ejemplos- en dos situaciones reveladoras.

La primera es la larga tramitación -¡transcurrió una década entre las negociaciones previas y la discusión y aprobación en el Congreso Nacional!- de la llamada Ley de Prensa.

Cuando, finalmente fue promulgada, algunos aspectos ya estaban obsoletos y quedaba pendiente todavía un laborioso ejercicio para lograr el término de algunos enclaves restrictivos, no tanto como legado de la dictadura, sino como fruto de los temores y malas experiencias personales de un grupo reducido de autoridades y legisladores que se arrogaron el poder de imponer límites en democracia.

Lo segundo es que, pese a los enormes avances en la conciencia ciudadana, todavía subsisten hoyos negros y sectores con capacidad -como también se puede apreciar en el libro que se presenta- para interpretar en forma restrictiva las normas vigentes, ya sea que afecten a la prensa o al derecho de los ciudadanos a recabar información.

Se avanza, sin embargo.

Poca autocrítica

Hay conciencia de que el derecho que se reclama y proclama no es una exclusividad de periodistas y comunicadores, sino de todos los integrantes de la sociedad.

En este sentido, me parece que el área más gris en esta materia es la que comprende la ecuación libertad/responsabilidad. Durante años se nos amenazó y castigó muchas veces por confundir libertad con libertinaje, como decían majaderamente el dictador y sus voceros. Fue tal el trauma, que por una década completa, prácticamente todos los años 90, vivimos reprimidos y autocensurados.

Como he dicho antes, en otros auditorios, fue necesario que vinieran observadores desde fuera, como algunos de los que están en este seminario, para que nos percatáramos de nuestra incapacidad, como profesionales de la información y la comunicación o simplemente como ciudadanos, de asumir en plenitud los desafíos de la libertad.

Tal como en otros ámbitos nacionales, ahora tenemos claro que la detención del general Pinochet en Londres nos ayudó de manera decisiva a espantar los fantasmas. Sobre todo, nos permitió ver que el emperador, que nos tenía constantemente amenazados y que nos había hecho tantas advertencias premonitorias, igual que en el cuento, estaba desnudo. Convertido en un personaje patético, había dejado de ser invulnerable. Pinochet y los poderes fácticos, fue el categórico mensaje proveniente de Londres, eran ya meros espejismos.

Seguirían actuando, sin embargo, mientras los periodistas no asumiéramos nuestras responsabilidades. Pero también era y es necesario que recuperaran la voz las fuentes que tienen información y, sobre todo, que los ciudadanos hicieran su tarea de mirar críticamente a los medios y exigirles que asuman su misión.

Respecto de las autoridades creo que se avanza.

El histórico “secretismo”, que en Chile parece connatural a quienquiera que tiene una posición de autoridad, finalmente empieza debilitarse.

La actitud de la ciudadanía, en cambio, sigue siendo ambigua.

Quejas justificadas

Falta, por cierto, una mayor y mejor formación en el uso de los medios. Pero, sobre todo, falta una actitud crítica, más exigente, no pasiva ni resignada. No podemos ignorar que en gran parte la legislación represiva se ha originado como reacción, asumida con entusiasmo, frente a errores y abusos periodísticos.

Creo necesario reiterar la convicción de que, junto con exigir que la legislación cumpla cada vez más con la promesa hecha al momento del retorno a la democracia, de ser una real y positiva garantía de libertad, los periodistas y los medios debemos asumir correspondientemente nuestras responsabilidades.

Hay graves quejas contra el periodismo que se resumen en un trabajo mal hecho desde el punto de vista profesional. Por ejemplo: intromisiones injustificadas en la vida privada, reportajes con pocas fuentes o innecesariamente sin identificar; investigaciones que no se profundizan; falta de real interés por allegar el máximo posible de información objetiva; entrevistados repetidos o, peor aun, escogidos porque “siempre están disponibles” y no por su idoneidad.

Agreguemos un desprecio permanente y absoluto por las quejas del público o por normas básicas como el derecho de rectificación o respuesta.

Esta situación, como se ha visto en nuestra propia historia y en la de muchos países, favorece la legislación restrictiva. La mordaza suele justificarse por los “excesos”, pero sobre todo, por la falta de posibilidades de defensa del ciudadano común frente a los excesos, errores y abusos..

Malas respuestas

El resultado, como se ha advertido con preocupación, es que quienes son víctimas de agravios en los medios los aceptan resignadamente, si el asunto no es excesivamente grave y si, por el contrario, se trata de algo grave, que realmente molesta u ofende, se opta por el camino judicial.

Muy pocas veces se escoge el camino de apelar, en primer término, al propio medio y, en segundo lugar, a las instancias de autorregulación.

Recordemos que en Chile existen dos mecanismos de autorregulación periodística: el Tribunal de Ética y Disciplina del Colegio de Periodistas y el Consejo de Ética de los Medios de Comunicación.

Aunque inicialmente hubo alguna resistencia frente al Consejo y al Tribunal todavía se le pasa la cuenta por insuficiencias que escapan a su control, ambos han logrado el respeto de sus pares. No tienen, en cambio, el debido reconocimiento de la opinión pública. Ni siquiera, en realidad, gozan de un adecuado conocimiento.

Me parece indispensable subrayar en este punto una distinción esencial: la que existe entre lo ético y lo judicial.

Precisemos.

Un problema ético deriva, generalmente, como lo ha argumentado de manera muy sólida el doctor Rushworth Kidder, fundador del Instituto para la Ética Global, de un choque entre valores: por ejemplo, entre verdad y lealtad; justicia y compasión; individuo y comunidad; corto y largo plazo.

En torno a estos temas suele surgir un debate acerca del periodismo y la verdad. Ayer, por ejemplo, se hizo notar que sería improcedente fijar por ley la obligación de los medios o de los periodistas de garantizar la verdad en su labor. Imposible no estar de acuerdo. Es necesario afirmar, sin embargo, que precisamente porque la ley no puede establecer una obligación de este tipo, sí tengo éticamente un compromiso con la verdad.

Es un mandato permanente e insoslayable en el ejercicio profesional. Un de los primeros textos de nuestro Colegio de Periodistas establecía como deber de los periodistas entregar información de manera “veraz, leal y oportuna”

En esta perspectiva el derecho a la información siempre deberá equilibrarse con el respeto a las personas. Aunque sería un error deducir que la ética es, por lo tanto, elástica, es evidente que cada situación debe considerarse de manera individual. Cuando, en cambio, se opta por un anti-valor: la mentira, la morbosidad, la apelación a los bajos instintos, el resultado puede ser una infracción a la ley y la persona afectada tiene derecho a recurrir a los tribunales para defenderse.

Esta debería ser, sin embargo, una decisión extrema. El uso excesivo de este derecho inevitablemente va mellando la libertad de expresión; se va imponiendo la autocensura y la sociedad termina por perder su capacidad de interesarse y exigir el conocimiento de lo que realmente ocurre.

Para ponerlo de otra manera: estoy cada vez más convencido de que la ley, como se ha dicho aquí, en especial a la luz del ordenamiento internacional, debería proporcionarnos la estructura que asegure el máximo de libertad, en especial en materias como expresión, información y acceso a la información. Pero, al mismo tiempo, deberíamos apelar a la responsabilidad ética para garantizar el necesario equilibrio, frenando así la tentación de imponer una legislación restrictiva.

El mejor camino

La autorregulación, entendida como el juicio de los pares, que no es una opinión “a lo compadre”, sino una exigencia del más alto nivel profesional, debería proporcionar la respuesta equilibrada al malestar del público y los eventuales excesos de los periodistas y los medios.

En los últimos años, frente a algunas situaciones que produjeron conmoción en el país, se planteó el tema de una eventual incompatibilidad entre la ética y la ley. Me parece, y aquí quiero hablar en primer lugar como periodista, habiendo trabajado en los años duros de la dictadura, pero también como integrante tanto del Tribunal de Etica del Colegio como del Consejo de la Federación de Medios, que la experiencia ya ha dado una clara respuesta a este falso dilema y así lo han entendido, lo que debería llamarnos la atención, tanto los profesionales del periodismo como los empresarios.

Falta que la sociedad en su conjunto, que en otros tiempos llamábamos sencillamente la opinión pública, descubra que la autorregulación es un mejor camino y que es la mejor garantía para el gran y más importante objetivo: asegurar las libertades de expresión y de prensa.

Tal vez así haríamos realidad la ilusión que alentábamos hace medio siglo y que nos obligó a pagar tan alto precio cuando nuestra democracia hizo crisis.

Sigo creyendo que realmente es posible -equilibrando el impulso positivo de la ley a favor de las libertades de expresión y de prensa con el llamado ético a la responsabilidad- prestar el servicio que la sociedad democrática espera del periodismo.

Enero de 2006

Volver al Índice