Harry y los piratas

La saga de Harry Potter, el niño mago creado por J.K. Rowling, se ha convertido en un fenómeno editorial en el mundo entero. Doscientos millones de personas en 55 idiomas (niños, adolescentes y no pocos adultos) descubrieron en los cuatro primeros tomos de la serie la fascinación de navegar a bordo del papel impreso.

Anterior en cinco siglos al mundo cibernético de los computadores y la red de Internet, el libro, aunque parecía una raza en peligro de extinción, ha mostrado su fuerza: es portátil (¿alguien ha tratado de usar un p.c. en la cama?), no requiere de baterías ni conexión a red alguna, se puede rayar y subrayar, se puede leer y releer con facilidad, no falla de repente ni se vuelve loco. En suma, es amigable y también confiable.

¿Por qué entonces, hasta la aparición de Harry Potter, el libro parecía destinado al baúl de los recuerdos?

La razón más lógica es simple y obvia: Internet es cada vez más accesible y cada vez ofrece más posibilidades. Ya no consiste solamente en textos. Es también un universo multimedial: texto, imágenes, sonido, videos, animaciones, etc. Parece la herramienta más apropiada para un mundo y un tiempo dominados por la cultura de la imagen y la entretención sin esfuerzo.

Leer un libro requiere ciertas condiciones: es difícil hacerlo en compañía. Menos todavía en el bullicio que nos rodea cotidianamente. El crítico literario Alone definía la lectura como el “vicio impune”. Hoy no siempre se ve con buenos ojos al que se aparta del rebaño y quiere estar a solas: solo o con la única compañía de un libro...

Harry Potter tuvo la virtud, como saben hacerlo los buenos magos, de romper ese hechizo perverso. Y ya vemos el resultado: millones de nuevos lectores en todo el mundo, que, por supuesto, ahora están conscientes de que no existe solamente la autora Rowling y han empezado a internarse en el ancho y variado mundo de la literatura, que va desde la poesía (Neruda, por ejemplo) a los clásicos (¿qué tal La Ilíada y la historia del sitio de Troya y las aventuras de Ulises?); desde las novelas románticas (¿qué tal un repaso a Corín Tellado?) a las nuevas generaciones de autores chilenos (Isabel Allende, Antonio Skarmeta, o el recién fallecido Roberto Bolaño); desde la historia (siempre será un placer leer sobre el pasado chileno a través de Leopoldo Castedo) a la actualidad, renovada todos los días en diarios y revistas.

Pero: ¡ojo! Este es un viaje, que como cualquier otro, no está exento de peligros.

Lo acaban de descubrir algunos ingenuos admiradores de Harry Potter que creyeron encontrar un regalo en una edición chilena, de bajo costo, del quinto tomo de la serie. Meses antes de la fecha anunciada para su arribo oficial, a fines de julio de 2003 apareció en las veredas del centro de Santiago una oferta realmente tentadora: Harry Potter a menos de un tercio del precio estimado.

¿Cuál es el problema?

Uno antiguo como el mundo: lo barato cuesta caro. Producido en el submundo de la piratería en gran escala, este libro tiene varios pecados capitales: no paga impuestos, no paga derechos de autor, no ha sido internado de manera legal. Pero hay otros dos, por lo menos, aun más graves desde el simple punto de vista de un lector que quiere disfrutar de lo que lee y por lo cual ha pagado.

La versión chilena de Harry Potter, por lo que se ha sabido, es fruto de lo peor de las nuevas maravillas tecnológicas: la instalación, vía “scanner” del texto original en inglés en la red, y su traducción, hecha velozmente, por traductores computacionales. Esto significa que, a menudo, la redacción carece de sentido. Ya había perdido bastante en el primer paso –la digitalización, que habitualmente obliga a una cuidadosa revisión para evitar errores-, pero terminó por perderlo todo, o casi todo, en el segundo: la versión “mecánica” en castellano.

Si escribir es un arte destinado a recrear el espíritu, traducir obliga a tener respeto y consideración: no es solo cuestión de cambiar palabra por palabra de un idioma a otro. Se trata, primero que nada, de entender el sentido de lo que pretende decir el autor y, luego, tratar de reproducir su estilo, sus énfasis, sus matices. Hasta ahora no hay máquina alguna que lo pueda hacer y lo grave de este ejemplo es que el reencantamiento con la lectura se puede destruir con acciones como estas, carentes de respeto por el autor y, muy especialmente, por el lector.

Ni Harry Potter ni sus admiradores merecemos este tratamiento. Ni siquiera por ahorrarnos unos pesos.

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